La casa de la tarde atroz

00_Uyuni_SalarUn clavo quita otro clavo, el fuego apaga el fuego, y en los lugares más cálidos del planeta combaten el bochorno con té caliente. Siguiendo ese razonamiento, aquí os dejo una dosis de calor gótico. 

Durante toda una mañana de verano, tórrida, abrasadora, inclemente, bajo un cielo sin nubes, atravesé solo, en una furgoneta con el aire acondicionado estropeado, una región singularmente desprovista de árboles y llana del país. Al fin, a la hora en que nada proyecta sombra,  con el cerebro al borde de la licuefacción,  empapado en delirios ominosos, me encontré a la vista de la centelleante casa del cliente.

La vivienda desprendía una sensación de calor tal, que no me atreví a pulsar el timbre. Para mi desgracia, el teléfono no tenía cobertura, y tocar el claxon quedaba fuera de toda consideración. Como era consciente de que el descenso de las ventas auguraba despidos al final del verano, apuré las últimas gotas de mi bebida isotónica, me apreté el nudo de la corbata —la presencia lo es todo— y recitando el lema de la empresa “Ningún hogar sin su estufa”, bajé del vehículo.

El impacto térmico me dejó sin respiración. La casa resplandecía como la caldera de una fundición, agitada por un carrusel de cambios cromáticos en infinitas variaciones del blanco, el rojo y el amarillo; algo así debe ser asomarse al interior de una estrella. No era muy grande, de construcción tosca e irregular, pero su borboteante presencia disolvía todo recuerdo de frescura y de sombra en el alma; la  desesperanza más absoluta me calcinó el corazón y solo deseé fundirme yo también y desaparecer.

—Por fin has llegado, Gordon. Necesito esa estufa a pleno rendimiento cuanto antes. Ni te imaginas el frío que estoy pasando.

Caminé como un zombi hacia la figura que me hacía señas desde la puerta de la casa, incapaz de pensar en nada que no fuera un vaso de agua helada. Entonces me di cuenta de dos cosas. El hombrecillo estaba envuelto en una manta, por imposible que parezca;  y me había llamado  Gordon. Nadie me llama así desde la escuela. En mis tarjetas, en mis perfiles de internet, donde quiera que figuren mis datos,  solo consta Arturo G. Pérez. Muy pocos de mis amigos conocen mi segundo nombre. De niño, en el colegio, yo era bastante gordito, y creo que no es necesario explicar nada más. Conservo el nombre porque era el de mi abuelo inglés.

—¿Edgardito, eres tú? —conseguí balbucear tras despegar mi lengua acartonada de mi paladar aún más reseco.

Edgardo y yo éramos las dianas preferidas de los abusones de clase, pero él, bajito, algo deforme y empollón, se llevaba la peor parte. Un día se les fue la mano y Edgardito pasó una larga temporada en el hospital. Cuando le dieron el alta su familia se lo llevó lejos del barrio. No volví a saber de él, y no me preocupó; por alguna razón que no recuerdo, hacía tiempo que no éramos amigos.

—Sabía que no me habías olvidado. Anda, pasa, que se me escapa el calor.

En el interior la temperatura era aún mayor. Con el cerebro derretido  seguí a Edgar en un recorrido sin fin por salas de paredes radiantes que ondulaban como espejismos en medio del desierto. Entregado a la lógica sin sentido de los sueños, la deshidratación extrema y la locura, no me cuestioné ni una sola vez si aquello era real. Un único pensamiento me mantenía en pie: había venido a vender una estufa y nada me detendría. En un atisbo de cordura, reparé en el aspecto juvenil, aunque deforme, de mi antiguo compañero. Yo acababa de cumplir cincuenta años.

—Aquí es —dijo Edgar abriendo una puerta que palpitaba al rojo vivo.

Un aliento incandescente ascendió por la escalera, como si la boca del mismo infierno se hubiera desencajado en un bostezo de monstruosa perversidad. Tuve la certeza de que aquel sótano era el sancta sanctorum del que  irradiaba el calor ígneo de la casa, su verdadero, único y maligno corazón.

De repente, lo recordé todo.

—Edgardito, tú sabes que yo nunca quise hacerte ningún mal, que no disfruté con ello. Eras tú o yo, así de sencillo.

—Así de terrible. Pero no te guardo rencor.  De hecho, te estoy haciendo un favor. La gente cree que el frío lo conserva todo, incluso los científicos lo creen. Son unos ilusos. El frío es la muerte. El calor es el verdadero proveedor de la vida eterna. ¿Acaso las estrellas están frías? ¿Acaso un cuerpo congelado mantiene algún resquicio de conciencia? Pero hay que perseverar, ir más allá del dolor, adiestrarse en la tolerancia a niveles de calor que suponen una muerte horrible para el común de los mortales. Así es como he conservado el aspecto que ves, y no es solo algo físico; es algo mental, incluso yo diría que espiritual. Siempre sentí por ti el mayor de los afectos, y disculpo lo que tuviste que hacer para sobrevivir. Las almas son la mayor fuente de calor y te alegrará saber que aquellos abusones fueron de los primeros en alimentar mi sótano. Pero tú tendrás la oportunidad de demostrar que eres digno de ser mi compañero; solo has de sobrevivir la tarde en el sótano. Te deseo suerte, querido Arturito, de todo corazón.

A continuación me precipitó escaleras abajo y mientras me abismaba en aquel horno infernal, sonreí, porque el aire de la caída me refrescaba la cara que empezaba a llenarse de ampollas. Luego solo hubo calor.

 

Fin de

La casa de la tarde atroz

 

La inspiración para este relato surgió tras la lectura de  Los monstruos no viven en el armario , el magnífico y  conmovedor resultado de la colaboración entre  Mabm y Novan Falcon. Apuesto a que lo disfrutaréis y os dará que pensar. El tema de la víctima convertida en verdugo me atrae de siempre, así como la buena literatura, razón por la cual os recomiendo encarecidamente la visita a los blogs de ambos creadores. 

En cuanto a mi historia, en ella, como suele ser habitual, homenajeo a dos de mis autores favoritos. En este caso, Edgar Allan Poe y Rudyard Kipling. La sombra del primero sobrevuela desde el principio —prácticamente fusilo el inicio de La casa Usher—, y luego en el estilo, o eso espero, y en los nombres de los protagonistas. El rastro de Kipling es más indefinido, aunque alienta con claridad en el título —su relato La ciudad de la noche atroz me atormenta en las noches de calor— y en el desarrollo de la trama.

Espero que os haya entretenido. Hasta la próxima entrada.

23 comentarios en “La casa de la tarde atroz

    1. Je, je. Siempre hay referencias “ocultas” en los relatos. No mencioné a nuestro admirado Lovecraft para ver si a alguien le sonaba. Confieso que eras mi primer candidato para señalarla, y no me equivoqué 😉. Gracias por pasarte y comentar. Un saludo, compañero.

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  1. Menudos amigos tienes. Haber pedido el comodín de la llamada y yo le habría dicho que después de tanto tiempo transcurrido la vengaza solamente fría se sirve. No te habrías librado pero, en vez de sótano infernal, en algún arcón congelador habrías pasado tu tarde de penitencia.
    Ya aprenderás vecino Loth a tener más presente mi colaboración 😛😁🖐️

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    1. Pues la verdad es que soporto mucho mejor el frío que el calor, así que sería un detalle muy de agradecer en caso de vengarte, je, je. Eso sí, espero de tu magnanimidad que no estuviera solo en el arcón; me refiero a unas cuantas cervecitas, aunque congeladas, podría lamerlas. Muchas gracias por comentar, y se aplica aquí lo que he escrito en otro de tus comentarios: que me acabo de enterar. Un saludo.

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      1. Al principio de leer pensaba que el amigo de Gordon ya estaba muerto y que la casa era una especie de purgatorio donde iba a desarrollarse la venganza.

        Me imagino un final donde Gordon no supera la prueba y al no hacerlo, libera (solo Gordon podía hacerlo) el alma de su amigo (que por fin puede descansar en paz y cruzar al más allá) y se queda él como guardián del purgatorio a la espera de nuevas ánimas 😉

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