Mientras el sol luzca (El narrador de historias) I

Desert fantasy

Vivís obsesionados por la cobertura o la batería de vuestro  teléfono móvil. Inconscientes de la fragilidad del mundo que os rodea,  camináis hacia la  destrucción sin levantar la vista de vuestro smartphone. El impacto contra la realidad será terrible y doloroso.

Si solo hubiera sido un narrador de historias, los Ancianos no le hubieran permitido visitar cada cierto tiempo el asentamiento. Desde la Gran Destrucción, la ciencia y la literatura estaban proscritas. A los que habían practicado la segunda se los englobaba bajo el término de poetas, y junto a los científicos, se los consideraba culpables del Castigo del Orgullo, la imprecisa hecatombe que casi había exterminado a la humanidad en un tiempo lejano. 

Por eso estaba prohibido llamarlo narrador, cuentacuentos, o cualquier otra denominación que aludiera a los mentirosos poetas del pasado. Aunque para los  niños de Nueva Esperanza esa prohibición era innecesaria; en público y en privado nos referíamos a él por su nombre que pronunciábamos con reverencia: Parsifal.

La primera vez que vi al narrador yo era una niña pequeña, aunque mi abuelo me había hablado de él. Vino caminando desde el desierto, envuelto en el crepúsculo de un día de mediados de verano, como siempre hacía, y solicitó alojamiento y comida a cambio de realizar pequeños trabajos, también como las otras veces. Desde la Gran Destrucción la tecnología había retrocedido a niveles casi primitivos y un telar o un arado estropeados, casi todos heredados de los antepasados, se convertían en desafíos para los más inteligentes de entre nosotros; la avería de una de las bombas de agua constituía una auténtica catástrofe. Creo que por eso los Ancianos toleraban la presencia del narrador y sus extravagancias, lindantes con la herejía. Mientras permanecía en el poblado reparaba las herramientas, atendía a los enfermos y, lo más importante, enseñaba a otros cómo hacerlo. Así transcurrían sus noches, pero por arduas que fueran las tareas, siempre dedicaba una pausa a los más pequeños. Pletóricos de excitación y maravilla porque se nos permitiera trasnochar de aquella manera, conteníamos la respiración y atendíamos embelesados a los relatos de Parsifal deseando que la noche no acabara nunca. Pero terminaba, y poco antes del amanecer el narrador abandonaba el poblado para no regresar hasta la siguiente puesta de sol. 

Parsifal reapareció el verano siguiente, con su inventario de historias y su manera mágica de hacerlas cobrar vida para nosotros, y luego no volvimos a verlo hasta pasado mucho tiempo. Fueron años excepcionalmente nublados pero con lluvias escasas durante los que interrogué sin descanso a todos por el narrador, su procedencia, si tenía hijos, cuándo regresaría, pero aquello que atormentaba mi corazón, si aceptaría llevarme con él, nunca me atreví a preguntarlo. A pesar de mi corta edad algo me advertía que era un tema peligroso. No llegaban viajeros a Nueva Esperanza, confinada al norte por el páramo y al sur por el desierto, y la mera existencia de otros asentamientos era una conjetura. Y sobretodo, estaba prohibido marcharse; los pocos que huían del poblado, nunca regresaban. Los Ancianos predicaban que éramos los Elegidos, y para sobrevivir debíamos mantenernos puros. A pesar de no averiguar nada, y de que los años transcurrían con lentitud, nunca perdí la esperanza.

Hasta que un día regresó. Yo acababa de convertirme en mujer, aunque me seguían tratando como a una niña. Había sangrado por primera vez al inicio de la primavera, y antes de que terminara la estación, Parsifal reapareció; era igual que lo recordaba,  como si no hubiera pasado el tiempo. Llegó al anochecer, caminando desde el páramo y solicitó refugio y ofreció sus servicios como si lo hubiera hecho la noche anterior. Una facción de los Ancianos desconfiaba, y quiso prohibirle la entrada, pero no llovía desde el otoño pasado y la bomba del único pozo que no se había secado renqueaba cada día más. Tras una larga deliberación, le permitieron quedarse hasta que reparara el pozo, pero pusieron como condición que no se acercara a los niños. Claro que eso no me afectaba a mí, que era ya una mujer. Fui de los pocos que lo acompañó toda la noche, ayudándole con las reparaciones que fueron surgiendo y con los enfermos que acudían. Un muchacho que me pretendía también estaba allí, pero a mí solo me importaba Parsifal. Era tan  hermoso, con sus cabellos oscuros y su tez pálida, con aquellos labios que me habían enamorado desde que le escuchara por primera vez. A la luz de los candiles me pareció que su belleza tenía una cualidad etérea, inmaterial, como si procediera de otro mundo donde las miserias y esclavitudes de la vida en el poblado fueran desconocidas.

El temor de que aquella fuera mi última oportunidad me hicieron audaz e imprudente. Entre susurros le abrí mi corazón, le rogué que me llevara consigo, y él, de habitual tan seguro, pareció vacilar. Luego dijo que se acordaba de mí, la niña de ojos centelleantes que escuchaba sus relatos sin pestañear. Añadió que veía un gran potencial en mí, que era una de las razones por las que había venido desde muy lejos. El corazón galopaba en mi pecho y por eso la decepción fue mayor cuando dijo que no podía ir con él, que aunque su aspecto juvenil lo desmintiera, tenía muchos años, estaba cansado y cada vez le costaba más reunir la energía suficiente para viajar.  

Yo no podía aceptarlo, no después de haber esperado tanto tiempo y de las cosas tan conmovedoras que me había dicho. Supliqué, le prometí que nunca escucharía de mi una queja, y cuando quedó claro que no se conmovía, casi grité que le seguiría con o sin su consentimiento. De repente, el chico al que yo gustaba salió de la cabaña con urgencia; en aquel momento ni se me pasó por la cabeza que lo hubiera escuchado todo. El narrador me miró con tristeza y dijo que no sabía lo que estaba pidiéndole, que no lo conocía, que no le quedaba mucho tiempo. Le susurré, recobrada la cautela, que no me importaba, qué prefería eso a una eternidad sin él.

 

(continuará…)

 

Fin de

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