La felicitación de Navidad (II/III)

World War 1 A german trench, with some soldiers

En la primera parte de La felicitación de Navidad, dejamos a Rigoberto a punto de ser atendido por el mismísimo Ministro de la Guerra y Lord Protector del Imperio. Aquí tenéis la continuación.

Le explicó al Lord Protector que aquello era solo una pequeña demostración de lo que Shira y él podían hacer. Le dijo que, con la debida preparación, dentro de seis meses estarían en condiciones de enviar a los soldados del frente la mejor felicitación de Navidad de sus vidas. Ningún telegrama ni carta podían compararse a la inyección de moral, ánimo y fe ciega en la victoria que los soldados recibirían directamente en su cerebro desde la capital del imperio. 

El Ministro de la Guerra poseía un informe detallado sobre Rigoberto Sartorius. Sabía que su verdadero nombre era Rigob-er-Ra, y el de su hermana Shee-er-Ra, y que eran hijos de un humilde sastre de Pradapur. Tras la muerte de sus padres, el joven Rigoberto había cuidado de Shira, con una grave discapacidad sensorial desde la infancia. En los últimos años, los hermanos triunfaban en los escenarios de la capital. El Lord Protector mostraba un prudente escepticismo hacia la pasión por el psiquismo que arrasaba entre las clases altas del imperio. También era una persona pragmática, que no rechazaba de entrada una proposición razonada, por atrevida y poco ortodoxa que fuera. Además, el servicio secreto no había descubierto ningún truco en las actuaciones de los hermanos, y la marcha de la guerra era en verdad catastrófica. Así que permitió al hijo del sastre detallarle su proyecto. Cuando finalizó, el Ministro de la Guerra tuvo que reconocer que no le parecía un timador, ni un demente, sino más bien un genio. 

Eso había ocurrido seis meses atrás, y tras recibir el visto bueno del comité de científicos, Rigoberto se había entregado a una actividad febril. Sus peticiones eran aceptadas sin una protesta. Tampoco encontró oposición cuando requirió el empleo del Pabellón de las Victorias, en los jardines de palacio. El pabellón había albergado las más importantes celebraciones del imperio, como la reciente Exposición Universal.  Su estructura de cristalferro lo hacía ideal para generar los gigantescos campos electromagnéticos que su plan requería. 

Todo marchaba a la perfección. Shira, de habitual tan crítica con el patriotismo de su hermano, se entregaba al máximo en los ensayos; incluso mejoraba sus capacidades día a día. Rigoberto agradecía que por fin comprendiera lo mucho que significaba para él su adorada patria de adopción, y estaba seguro de que, con el tiempo, ella amaría al imperio tanto como él. No es de extrañar que Rigoberto rebosara satisfacción y optimismo. Que el capitán de la guardia examinara con desconfianza su salvoconducto, igual que el primer día, que lo siguiera haciendo esperar mientras intercambiaba comentarios jocosos con los soldados antes de permitirle entrar en los jardines, nada de eso tenía importancia. Rigoberto lo entendía, y sabía que todo cambiaría la noche siguiente, la noche que lo consagraría a él como salvador del imperio.

El gran momento había llegado. No se recordaba un tránsito tal de carruajes oficiales en una Nochebuena. Nadie quería perderse lo que se anunciaba como un punto de inflexión en la expansión del imperio. El Ministro de la Guerra y Lord Protector participaba de la euforia general. Tras presenciar las demostraciones de Shira, no albergaba dudas. Aquella mujer de rostro deformado por horribles taras sensoriales era una completa nulidad, pero sus capacidades psíquicas la convertían casi en una diosa. Eso era, por supuesto, una exageración, reconoció el Lord Protector. Lo único que a veces lo inquietaba era preguntarse cuál sería el límite para el poder de la sordociega, hasta dónde podría llegar su evolución. Pero esa inquietud era enseguida sustituida por la ambición y la codicia, aunque prefiriera disfrazar esos sentimientos de abnegada voluntad de servicio al imperio. Tras el triunfo de aquella noche, ordenaría una ofensiva general en todos los frentes que, no tenía ninguna duda, resultaría irresistible. Pero el Lord Protector pensaba esperar a después de las Navidades, porque él también tenía su corazoncito. 

Rigoberto comprobó que todo estuviera preparado y condujo a Shira al escenario. Allí, la situó bajo el arco magnético y conectó las bandas metálicas a su frente, pecho, brazos y piernas. El Pabellón de las Victorias estaba repleto. La selección de damas de la alta sociedad, cuyos sentimientos de fe inquebrantable en el triunfo del imperio serían transmitidos a los soldados del frente, ocupaban las primeras filas, vestidas de blanco. La plana mayor del ejército y del gobierno, representantes de las familias notables de la aristocracia imperial, todos se pusieron en pie cuando la emperatriz hizo su entrada, mientras el himno resonaba como si fuera el coro de trompetas del día del juicio final. La orquesta calló y Rigoberto, tras agradecer la presencia de la emperatriz y asegurar a los asistentes que no correrían ningún peligro, ya que la fuerza del campo electromagnético era canalizada hacia Shira, finalizó su alocución en tono solemne:

—Cuando se refiera en los libros de historia el triunfo de esta noche, y los que le seguirán en el campo de batalla, todos ustedes podrán decir con orgullo que estuvieron aquí. Ahora, vamos a felicitarles la Navidad a nuestros valientes soldados. 

(continuará…)

Fin de

La felicitación de Navidad (II/III)

 

Si os apetece, podéis leer la primera parte de La felicitación de Navidad, y no os perdáis, la próxima semana, el desenlace de los desvelos del hijo del sastre de Pradapur

14 comentarios en “La felicitación de Navidad (II/III)

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