De atascos y pocerías
Este año me cuesta dejar atrás el espíritu navideño. Creo haberlo conseguido con este relato. No quisiera herir la sensibilidad de ninguna persona, ni tampoco cultivar la alegoría. Detesto las alegorías y nadie me convencerá de lo contrario. Ahora que caigo, aún tengo que quitar el reno y las luces del árbol del jardín. Ojalá se cumplan vuestros propósitos de año nuevo.
El trabajo siempre se intensifica los primeros días después de nochevieja. Los mismos clientes que se pasan el año sin prestar atención al estado de tuberías y desagües, que permanecen ciegos, sordos y anósmicos a cualquier signo, por evidente que sea, de atasco, reclaman la visita urgente del fontanero. Cuando el taponamiento es de gran magnitud, llaman al pocero.
El cliente tipo, vestido de etiqueta, con alfiler en la corbata y monóculo, dedica al pocero una mirada displicente mientras asegura no haber notado nada hasta ese momento. El pocero, por lo común, asiste imperturbable al patético ejercicio de autoexculpación que dura unos minutos: que si ellos son muy cuidadosos con el desagüe de la cocina, que si dan un trato exquisito a sus inodoros, y un sinfín de cosas de ese estilo que se resumen en que no se explican cómo se ha producido el atasco. Permitirles ese discurso entra dentro de las obligaciones del contrato de servicio. El pocero, cuando considera que ya ha dejado hablar lo suficiente al cliente, le aplica el cubo de agua fría protocolario.
—Caballero, entiendo lo que dice, pero tengo un programa ajetreado. ¿Tendría la amabilidad de indicarme la habitación en la que se acumula la mierda?
Hay otros compañeros que son menos exquisitos, que incluso disfrutan escandalizando al cliente, pero nuestro pocero no es de esos. A él le basta con ver empalidecer y tartamudear, para acabar conduciéndolo, resignado y avergonzado, hasta el cuarto de baño epicentro del atasco. El contrato de servicio obliga al propietario a estar presente durante la reparación. Incluye, además, un sermón detallado sobre su negligencia a la hora de reconocer los malos olores y el tragar a trompicones de duchas, lavabos y fregaderos. Llegados a este punto, el cliente, por lo común, acepta cabizbajo la reprimenda, con tal de poder dormir esa noche en la creencia de que el atasco se solucionó para siempre y jamás volverá.
Hay casos en los que el cliente no se apea del pedestal, o más bien del inodoro, de virtud resplandeciente, como si miccionara agua cristalina y defecase oro. A veces, incluso culpa de todo a algún vecino, o lo que es peor, achaca al pocero un diagnóstico falso para sacarle el dinero. El pocero lleva muchos años dedicándose a esto, y no pierde la compostura. Con absoluta naturalidad y disimulo, hace estallar las tuberías y las habitaciones de la casa se inundan de porquería y excrementos. En el contrato de servicio consta que la limpieza de los desperfectos ocasionados por la reparación corren a cargo del propietario de la vivienda. Es la cláusula favorita del pocero.
Es otro tipo de clientes el que incomoda al pocero. Clientes jóvenes, que llaman al pocero nada más detectar un inodoro que huele mal, o un fregadero que hace ruidos raros al tragar el agua. Personas presas de pánico genuino al enfrentar por vez primera la podredumbre que se oculta en su casa, como si fueran modernos Dorian Grays que destaparan por azar el retrato en la escalera y horrorizados ante lo que ven y su significado, corrieran a llamar asistencia profesional. Estas personas reciben al pocero sin disimulo ni autojustificación, con arrepentimiento sincero y auténtica intención de solucionar el problema para siempre.
Su ingenuidad e inocencia conmueven al pocero, que sabe que ningún desatasco es eterno, que no existe casa habitada que no acumule porquería en sus tuberías. En viviendas de mejor diseño, con inquilinos atentos y vigilantes, la necesidad de recurrir a los servicios del pocero será menos frecuente, pero la vida cotidiana genera basura y detritus, y siempre lo hará. Es para estos clientes para los que el pocero reserva su trabajo más pulcro y esmerado. Los pobrecillos lo acompañan de habitación en habitación con expresión compungida y avergonzada, y el firme propósito de ser más cuidadosos con lo que arrojan a las tuberías en el futuro.
El pocero, una vez concluida su tarea en casa de este tipo de clientes, se siente satisfecho, incluso alegre si eso es posible cuando te pasas el tiempo entre mierda. Nunca olvida una casa o un desagüe, y sabe que tarde o temprano necesitará de sus servicios. Solo confía en que el cliente no se convierta en un tipo estirado con monóculo que posterga la revisión de sus tuberías atascadas.
Al final de su jornada, el pocero suele buscar un sitio despejado, un árbol en mitad de una pradera, o un riachuelo en medio del bosque. Una vez allí, sin prisas, se agacha y disfruta de la caricia de la brisa y el sol sobre la piel mientras vacía sus intestinos.
Fin de
Desatascos de año nuevo
Postscriptum: El pocero de esta historia es un tipo culto, amante de la literatura y gran lector. El argumento del relato se entrelazó con la maravillosa novela El retrato de Dorian Gray, del genial Oscar Wilde. No consigo entender por qué.