HOMENAJE A LEONARD COHEN

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El pasado siete de noviembre fallecía el gran bardo canadiense Leonard Cohen, a los ochenta años de edad. Entonces no quise escribir nada sobre él; el impacto estaba demasiado reciente, y el ruido en los medios de comunicación invitaban al sosiego y la meditación.

Ahora puedo por fin hacerle mi pequeño homenaje.

He sido un gran admirador de Leonard Cohen desde mi adolescencia. Su deceso, más allá de la pena por la muerte de un ser humano al que se admira y creemos conocer, nos conmociona porque, de forma inevitable, nos obliga a una reflexión sobre nuestra propia trayectoria vital.

Su figura, con esa mezcla de timidez —siempre fue celoso de su vida privada— y atrevimiento sin complejos a la hora de narrar los sentimientos del ser humano, con su poética inconfundible, nos ha acompañado a muchos a lo largo de nuestras vidas.

Le echaremos de menos como echamos de menos a los poetas, no como a alguien que nos surte de pan cada mañana, sino como alguien que nos hace tolerable la espera, alguien que nos recuerda que no somos tan buenos como nos creemos, y lo más importante, que tampoco somos tan culpables. Seres humanos al fin y al cabo en este festival de debilidades, miedos, dudas y caos que es la vida sobre la Tierra.

Desde que supe la noticia, he vuelto a escuchar muchas de sus canciones. No soy un gran amante del flamenco, y por eso me resulta especialmente sorprendente que prácticamente desde el principio, el trabajo de Enrique Morente “Omega” de 1996, haya sido el que más he escuchado. Morente y Cohen congeniaron enseguida, y de su conexión salió reforzado ese universo lorquiano que ambos admiraban. Fruto de esa relación es el disco “Omega”. En él hay muchos temas de calado, pero recomiendo en especial las versiones de  “Take this waltz”, “Aleluya” y “Manhattan (First we take Manhattan)”, por razones obvias.

Leonard Cohen, descanse en paz.