Estoy muy nervioso. Acabo de publicar mi primer libro en Amazon. Es una novela corta de Ciencia Ficción titulada «Mundos Persistentes». Lo que sigue es la sinopsis y el primer capítulo. Ojalá lo disfrutéis. Muchísimas gracias.
Ah, si compráis el libro (como veis, soy optimista) y no veis bien las notas al final, probar en dos columnas. Lo siento, es algo que tendré que arreglar en la 2ª edición.
Está prohibido jugar. Los mundos online están proscritos y sus seguidores perseguidos. El agente Eric Kepler creía estar preparado para todo. Tenía fama de eficiente y despiadado, incluso para los estándares de ALICIA. En la Agencia se le consideraba una leyenda, y él mismo se jactaba de estar preparado para cualquier cosa: era su trabajo, y lo hacía muy bien. Pero lo que le aguardaba más allá de aquella fabulosa verja iba a poner a prueba algo más que su seguridad en sí mismo.
Mucho más.
Hasta un punto que nunca habría podido imaginar.
I. LA VERJA DORADA
El automóvil se detuvo ante la verja dorada. Fiel a su adiestramiento, el hombre en el asiento del conductor comprobó, de forma rutinaria, la cobertura de los sistemas de comunicación y localización. Todo estaba en orden. Un observador inexperto habría asegurado que permanecía absorto en sus tareas. Parecía tener la atención secuestrada por las múltiples holopantallas desplegadas en el interior del vehículo. Pero, en realidad, mientras atendía a la cacofonía de pitidos y destellos, no dejaba de pensar en la verja. Las pantallas holográficas se apagaron, y el hombre cerró los ojos, concediéndose unos instantes de descanso antes de continuar.
Cuando los abrió, la verja dorada seguía estando allí.
«¿Qué esperabas?», pensó con una incipiente irritación, por primera vez en esa mañana.
Detenido a pocos metros de la verja, sacó la cabeza por la ventanilla para tener una mejor visibilidad. No era sólo una obra de arte, pensó sin poder apartar los ojos de ella. Le parecía estar contemplando una de las maravillas de la antigüedad. Había ejercido una fuerte atracción sobre él desde que la descubriera a lo lejos, al inicio de la corta carretera que comunicaba la vía de servicio con la legendaria hacienda. Incluso desde esa distancia era claramente visible. Y entonces todavía no podía discernir ninguno de sus detalles. Sólo su inequívoca grandiosidad. La primera sorpresa se la había dado la carretera. Cuando unos dos kilómetros atrás el vehículo giró con suavidad y empezó a deslizarse sobre ella, el hombre al volante pensó: «¿Quién asfaltaría una carretera de amarillo?».
El automóvil, un modelo eléctrico autoguiado de tracción a tres ruedas, ya algo anticuado, le había conducido hasta la verja de entrada sin un error, sin desvíos ni retrasos innecesarios. Es cierto que bajo ningún punto de vista podía decirse que hubiera sido una tarea difícil. No dejaba de sorprenderle que la mansión de uno de los magnates más poderosos del planeta se encontrara relativamente tan cerca de un núcleo urbano de primer orden, la Ciudad Libre de Nueva Polis, que daba cobijo a veinte millones de almas. Años atrás, al inicio de su investigación imaginaba al dueño de «Ever Life Enterprises» en un castillo fortificado rodeado de pantanos y fosos, en medio de ninguna parte, a cientos de kilómetros de cualquier lugar habitado. Sin embargo, a menos de cinco minutos de la fabulosa verja de entrada, había una parada del electrobus, y esa misma autovía era un lugar de frecuente paso de turistas de fin de semana camino de la montaña.
El hombre en el asiento del conductor sonrió divertido. De forma inesperada, había imaginado a hordas de asaltantes ataviados con bermudas y calcetines blancos, intentando derribar los muros cual modernos invasores bárbaros a las puertas del Imperio Romano. Pero por más que intentara ridiculizarla, la verja continuaba ejerciendo una poderosa atracción sobre él. Se preguntaba por qué.
En total, el viaje desde Nueva Polis le había ocupado media hora, y en gran medida debido al sempiterno atasco de salida. Resultaba frustrante que el problema del tráfico continuara siendo irresoluble después de tantos años. A pesar de su proximidad a la urbe, y del aspecto expuesto y desguarnecido de la calzada de asfalto amarillo, no albergaba la menor duda sobre la seguridad de la hacienda. Sabía de sobras lo que cabía esperar de un empórium tecnológico como Ever Life Enterprises. Los responsables de la seguridad no tenían interés en mantener alejados a los intrusos de la entrada principal. Más bien parecían invitarles a que se acercaran. Pero estaba seguro de que más allá de ella, el sistema de vigilancia más sofisticado que la mente humana pudiera diseñar se interponía entre la mansión y sus eventuales merodeadores. Era también el modo en que le gustaba a él hacer las cosas: agazapado en las sombras, convenientemente fuera de escena y del alcance de miradas extrañas. De todos modos, no habría curiosos, ni excursionistas perdidos que tocaran a la puerta del castillo interior. Al contrario que él, tendrían que contentarse con haber llegado sólo hasta allí, ante la magnífica verja, y atisbar por entre los reducidos espacios que dejaba su diseño, el camino que se alejaba en dirección al corazón escondido de la hacienda.
Claro que ahora ya no había nunca excursionistas perdidos, salvo los rarísimos casos de mal funcionamiento de los sistemas de guiado, o aquellos que como él gustaban de adentrarse en la montaña o en los neobosques sin los dispositivos vidafácil, con un anticuado mapa de neopapel como única guía. Pero incluso en esos casos lo que era imposible de anular era la neurotraza, la huella electrónica personal implantada. O en todo caso no era legal el hacerlo.
Se sentía contento, y decidió que no tenía sentido resistirse. La mañana era fresca, el sol brillaba, el cielo era azul, y él se encontraba ante la entrada que tanto había deseado traspasar. Era la primera vez que se acercaba a ella. Todo por evitar las posibles incompatibilidades legales con la investigación. Había llegado el momento de dejarse llevar por cierta sensación de euforia precavida, se dijo.
Y luego estaba el hecho inquietante de que la verja realmente le fascinaba. Incluso le llamaba, pensó, perplejo ante sus propios sentimientos. Se erguía poderosa, interrumpiendo lo que de otro modo sería la primera fila de árboles de un bosque impenetrable.
«El muro del bosque», pensó sobresaltado. Con un escalofrío, cayó en la cuenta de que no había reparado en él hasta ahora. ¿Cómo podía no haberlo visto en la lejanía, ni mientras se aproximaba? Intentó tranquilizarse. Reflexionó que el color desvaído de los troncos, de un azul plateado, debía hacerlos indistinguibles del fondo del paisaje.
«Quién sabe —se dijo—, quizás sea un efecto de tecnocamuflaje». Tomó nota mental de que debía investigar al Jefe de Seguridad de Ever Life Enterprises.
Una voz interior intentó decirle que la verja había resplandecido dorada desde el principio, pero la desoyó con facilidad. Decididamente, no era la clase de asuntos a los que dedicar su atención. No necesitaba superar ningún sistema de seguridad. No pretendía entrar a escondidas. Entraría por la entrada principal, haciendo sonar las trompetas.
«Conozco las palabras mágicas que abrirán la puerta del reino», pensó divertido.
La mañana era espléndida, fresca y brillante, se dijo, descubriendo una sensibilidad poética que no sabía que tenía.
—«Como la mañana de un mundo que no conociese aún mal alguno» —recitó en voz alta sin ser consciente, como si las palabras vinieran de otro lugar, pronunciadas por otra persona. Le recordaba algo, o a alguien. Sonriendo mentalmente, decidió que sería mejor concentrarse de nuevo en la verja y en el bosque evanescente, antes de que desapareciera de nuevo.
No logró identificar el tipo de árbol que el muro quería representar, aunque estaba seguro de que había sido elegido cuidadosamente. Tenían cierto parecido con las secuoyas, aquellos árboles típicos de California que se habían extinguido en su hábitat natural con la gran plaga de principios de siglo. Era posible, por supuesto, contemplarlos en los neobosques, genéticamente reproducidos, pero no podían competir con la altura y majestuosidad de sus antepasados con miles de años de vida. Los falsos troncos de la muralla se elevaban, anchos y rectos, y culminaban a unos treinta metros del suelo en unas esplendorosas copas doradas. Le recordaban algo, pero no conseguía saber qué.
La fabulosa verja ocupaba la brecha en el muro. Parecía brotar de la corteza de los falsos troncos. No sabía en qué consistía, ni que ocurriría si alguien intentaba dañarlos, pero el hombre al volante supo desde el primer momento que la verja establecía con ellos una simbiosis poderosa.
Era un trabajo de forja maravilloso. Sus innumerables motivos florales y animales compartían espacio aquí y allá con montañas, ríos y bosques, planetas, estrellas y cometas, y toda clase de figuras mitológicas. La extraordinaria riqueza de detalles a todo lo ancho y largo de la verja, y la incomparable maestría empleada, producían una turbadora sensación de movimiento y vida propios. Y él era la clase de persona que sabía reconocer la calidad de una obra semejante. O al menos lo había sido, pensó.
La ciclópea verja se alzaba unos veinte metros del suelo y acababa en un borde semicircular coronado por un dragón y un grifo también gigantescos, fundidos en un abrazo. Posaban uno enfrente del otro, erguidos sobre sus patas traseras, y enlazados por las delanteras, como si compusieran una figura de baile. Sus fauces entreabiertas conferían a sus miradas de rubí una cualidad intimidadora, como una advertencia. No quedaban muchos artesanos capaces de realizar un trabajo así, porque de lo que estaba seguro era de que la verja no provenía de una cadena de montaje industrial, ni de una tecnoimpresora convencional. Y debía haber costado una fortuna.
Todavía no se había apagado el eco de estas reflexiones, cuando se vio asaltado de nuevo por una idea inquietante. Otra más en el breve tiempo que llevaba ante la verja, pensó. En los cuentos, recordaba, el camino hacia la cabaña de la bruja del bosque solía ser muy fácil y estar libre de obstáculos. Casi se imaginó empujando la fantástica verja, y a ésta abriéndose con suavidad. Y a él avanzando sin oposición hacia su ignoto destino. De nuevo su vena poética, pensó encogiéndose mentalmente de hombros. Igual que vino, esa ensoñación desapareció, pero por más que lo intentó no pudo evitar que le dejara un regusto de irritación consigo mismo. Estaba decidido a conseguir sustraerse al hechizo que la verja ejercía sobre él. Tal vez necesitara recurrir a un poco de ayuda extra, se dijo.
Mientras meditaba cuál sería su siguiente paso, reparó en que ningún cartel ni inscripción indicaban el nombre de la propiedad. Realmente no eran necesarios, se dijo. El símbolo del grifo y el dragón fundidos en un abrazo, como el agente Eric Kepler sabía, como todo el mundo sabía, señalaban inequívocamente el acceso a El Jardín de Lorien, la legendaria mansión perteneciente al magnate Marcus Reiandel, fundador y presidente de uno de los dos empóriums biotecnológicos más poderosos del planeta.
O al menos le había pertenecido hasta su fallecimiento días atrás.