En ocasiones, el ejercicio de la creatividad literaria nos proporciona grandes satisfacciones. Tal fue mi caso en el siguiente relato. Cómo me gustaría haber conocido a Lady Brizzbourne y, sobre todo, ojalá hubiera compartido el mismo futuro que el protagonista.
Más que caminar levitaba sobre la alfombra del pasillo, agitando las manos dispuesta a aferrarse a cualquier saliente ante la mínima corriente de aire. El primer día de trabajo ya me advirtieron los compañeros, entre risas: lady Brizzbourne atravesaba el corredor todas las tardes a las dos en punto, y el pasillo debía estar limpio, libre de obstáculos y las ventanas cerradas. Se alojaba en la habitación 411 del Hotel Pera Palace de Estambul desde que falleciera su esposo, el famoso explorador Horatio Brizzbourne, y evitaba el trato con los demás huéspedes, por eso la dirección mantenía desocupada esa ala del hotel. Es curioso, pero entonces nada de aquello me extrañó.
La primera vez que la vi me pareció que su rostro albergaba todos los años del mundo; cuando llegó a mi altura emitió una risa cantarina, como el trino de un pájaro, mostró una dentadura perfecta y prosiguió su marcha volandera. Siempre me sorprendió esa manera suya de arreglarse como si acudiera a una fiesta: el peinado impecable, recién salido de la peluquería, y un vestido elegante pero pasado de moda. Nos encontramos con frecuencia, hasta que un día renunció al paseo y me invitó a su habitación, que parecía una postal de principios del siglo pasado. Allí me enseñó su colección de fotografías mientras tomábamos el té. Cuando lo conté a mis compañeros, se carcajearon de mí, y cuando el supervisor se enteró me llamó a su despacho.
—Yo también he sido joven, pero siempre supe que las fantasías no son convenientes para gente como nosotros. No hagas caso a los que dicen que las cosas han cambiado. Nunca debes olvidar cuál es tu lugar —me dijo con más cariño del que esperaba. Luego me hizo prometer que no le contaría a nadie mis encuentros con lady Brizzbourne y me prohibió volver a pisar el ala cerrada del hotel. Para facilitármelo, me envió a la cocina.
Intenté cumplir mi promesa, pero fue inútil. El mundo de maravillas que la anciana me había mostrado hizo que regresara a la habitación 411. Al finalizar mi jornada entre cazuelas, a menudo me escurría hasta su puerta. En los días que siguieron me habló de excavaciones arqueológicas en Mesopotamia, de safaris en África, de viajes en tren a través de la estepa helada y de tantas otras cosas. Todas aquellas historias tuvieron mucho que ver en que me hiciera escritor yo también.
Como quiera que ningún paraíso es para siempre, mis escapadas nocturnas llegaron a oídos del supervisor y fui despedido. Muchos años después, con motivo de la presentación de uno de mis libros —ironías de la vida—, me alojé en el mismo hotel y en la misma habitación. Estaba reformada, con todas las comodidades, pero nada en ella recordaba a su anterior inquilina. Bajé a la recepción y le pregunté al encargado de noche qué había sido de Lady Brizzbourne. Era muy joven, y lamentó educadamente no saber nada al respecto.
—Pero puede que el director sepa algo. Lleva muchos años en el hotel, y siempre se queda hasta tarde. Si me permite un momento comprobaré si se ha marchado.
Intercambió unas palabras por teléfono y oí que pronunciaba mi nombre. A los cinco minutos se presentó en la recepción un hombre de unos sesenta años con el pelo blanco.
—¿Eres realmente tú? —dijo mi antiguo supervisor.
—Sí. Lo soy. ¿Qué fue de Lady Brizzbourne?
Pareció desconcertado, sin saber qué contestar. Al final suspiró y dijo:
—Nadie volvió a verla desde que te marchaste. Hace unos años reformamos esa ala. ¿Te gusta como ha quedado la habitación? ¿Necesitas alguna cosa?
Podría haberle recordado que no me marché por propia voluntad, y también sus palabras de hacía tanto tiempo, pero no lo hice. Le agradecí su atención y le estreché la mano. Me dijo que su nieta era lectora mía, y que de mayor quería ser escritora. Le rogué que la trajera cuando quisiera, que sería un placer conocerla.
Mientras me dirigía a la salida imaginé sus sonrisas cómplices y escuché al director que sentenciaba en voz baja «…excentricidades de escritor», pero no me importó. Por mi parte, siempre he preferido pensar que Lady Brizzbourne salió a pasear un día de mucho viento y nunca regresó.
Fin de
Lady Brizzbourne
Comentario al relato
El pasado 12 de enero se cumplieron 43 años del fallecimiento de la escritora Agatha Christie. En este relato, como no, la homenajeo a ella. Eso sí, me he tomado la libertad de convertirla en una anciana diminuta y delicada, algo que la escritora nunca fue. A pesar de que el género policíaco no es de mis preferidos, las obras de esta autora siempre me han apasionado. En particular, sus relatos cortos. Ojalá hubiera sido capaz de escribir un relato tan redondo como «La señal roja», mi favorito. En él, hasta la última coma está colocada en el lugar preciso, y todas las piezas encajan en el final. Suelo releerlo con frecuencia.
Creo que a Agatha Christie le habría gustado el homenaje, la imagen me recordó al Hotel Overlook pero con fantasmas más amigables. Saludos y muy buen relato 🙂
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No me había fijado. Ahora que lo dices, casi me imagino al niño con el triciclo y a las gemelas. Qué miedo 🙀👻. Gracias por comentar Coremi.
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