Pato rojo 23

Six colorful rubber ducks
(4 min de lectura)

La masificación,  opinan algunos, no nos difumina lo suficiente. Son los mismos que se erigen en guardianes de nuestra intimidad y nuestras vulnerabilidades. Y la enfermedad es nuestra mayor debilidad. 

La entrada del hospital siempre le recordaba el hall de un gran hotel. Aquel espacio inmenso de techo abovedado no se parecía en nada a los hospitales de su niñez. La moda cardiosaludable imponía el diseño horizontal, pocos pisos de altura y pasillos inacabables que forzaban a caminar y caminar. Esto obligaba a edificar los hospitales lejos de las ciudades, como los antiguos lazaretos, con lo que los pacientes o usuarios, nombre que recibían ahora, se veían conminados a dos peregrinaciones: una en transporte público o privado hasta el hospital, y otra hasta alcanzar la consulta, el laboratorio de análisis o la sala de radiología.

Teresa nunca opinó así; a ella le apasionaban los avances y le rebatía cuando despotricaba contra el sistema sanitario. Basta, no quería pensar en eso, por nada del mundo quería recordar que Teresa no le acompañaría nunca más al médico. Prefería olvidarlo, imaginar que ella le aguardaba en casa, al menos hasta después de la consulta.

Se detuvo contrariado. La memoria le traicionaba cada vez más a menudo. No recordaba la ruta más corta hasta la consulta. Buscó orientación en los letreros, pero la confusión y el pánico lo zarandearon: en lugar de letras, los rótulos mostraban cabezas de animales y números.

Teresa habría sabido qué hacer, pero no debía pensar en ella. Ante la incomprensible realidad se tragó su vergüenza y preguntó en Información. El joven, todo amabilidad, no dejó que hablara y le solicitó su carnet sanitario. Como si le estuviera notificando que le había tocado la lotería, le dijo que aquel día el hospital estrenaba el nuevo sistema de protección de datos. La privacidad, la confidencialidad y todo eso, le explicó. Él lo único que quería era ver a su médico, así que firmó con su huella digital las veces que le indicó el jovencito. Luego, una jovencita con la misma sonrisa de exposición lo condujo a una fila de cabinas de cristales opacados, lo dejó sentado en el interior de una de ellas, y se marchó.

Nada más cerrarse la puerta, una pantalla cobró vida y se inició el tutorial. Primero algo sobre la protección del derecho a la intimidad; luego, una encarecida recomendación para comportarse de forma diferente a como lo hacía en su vida cotidiana: andar diferente, sentarse diferente, hablar diferente evitando temas que pudieran delatarlo, incluso beber diferente si sacaba un café de una máquina. Con un chasquido, el compartimento bajo el monitor se abrió y dejó ver algo rojo y amarillo envuelto en plástico. Al mismo tiempo, en la pantalla se le recordaba: A partir de ahora su turno será Pato rojo 23.

No se lo cuestionó y con el dulce pensamiento de que Teresa estaría orgullosa de él por su docilidad, se colocó la careta. No le molestaba, al contrario, era como una caricia en la cara. La puerta del lado opuesto de la cabina se abrió y avanzó inseguro sobre baldosas que mostraban un patito intermitente, hasta llegar a una plaza en la que confluían decenas de pasillos. Había jirafas, mapaches, elefantes, perros, gatos y un cocodrilo. Sonrió tras la careta y con paso decidido, continuó la senda de baldosas de patitos.

Llegó a una sala de espera y, obediente, tomó asiento. Pantallas enormes indicaban: Gato azul 5 a consulta 3; vaca rosa 12 a consulta 6; perro blanco 34 a consulta 2. Unas filas más adelante, una oveja amarilla conversaba animadamente con un ornitorrinco malva. Pero a él no podían engañarlo. Sabía que no se conocían; nada de lo que contaban sobre sus vidas era cierto. Simplemente, se entregaban con entusiasmo a las instrucciones sobre protección de datos. Pensó que sería maravilloso hacer lo mismo. Justo cuando había elegido a un hámster verde, un pato negro se levantó y susurró que aquello era un abuso, que era inconstitucional. Fue levantando la voz y acabó gritando que era un enfermo, no un apestado y no tenía porque ocultarse como un delincuente. Con un movimiento lento y pesado, se quitó la careta.  

Todos en la sala apartaron la mirada horrorizados. Dos vigilantes acudieron y lo sacaron a la fuerza. Un suspiro de alivio brotó de las gargantas de patos, perros, ovejas y demás animales. De una sala contigua llegó el sonido de otro alboroto. Al parecer, un anciano se había atrincherado en el aseo y exigía ver a su médico. Empezaron los cuchicheos. Les llegaron rumores de altercados similares en otras zonas del hospital. Incluso había venido la policía.

Desagradecidos, desperdiciar aquella oportunidad.  Para él, despojarse de sus problemas, sus recuerdos, todo su dolor durante un rato era una bendición. De repente, las pantallas cambiaron a negro. La megafonía anunció que los usuarios debían abandonar el hospital, excepto aquellos que requirieran atención urgente. Lamentaban las molestias y todo eso. Su antigua indignación amenazó con aflorar, pero enseguida recobró la paz interior. Este contratiempo no le amargaría el día. Muchos debieron pensar como él, porque el rebaño multicolor se puso en movimiento de forma ordenada.

Estaba a punto de salir del hospital cuando un vigilante le recordó que dejará la careta. Le llevó unos segundos entender a qué se refería. Luego, como si saliera de un sueño, entregó la careta. Respiró hondo y el aire lo inundó de euforia. Lucía un día espléndido y el futuro se apareció ante él libre de incertidumbres.

Alguien a su lado lo llamó. Dijo que no lo veía desde hacía tiempo, y que lamentaba mucho lo de Teresa. Pero él no sabía de qué Teresa hablaba, ni que hubiera nada que lamentar. Era la primera vez que veía a aquel individuo que lo trataba como si se conocieran y se obstinaba en llamarlo por un nombre que no era el suyo.

— Usted se confunde. Yo no soy ese del que habla. Yo soy Pato Rojo 23.

 

Fin de

Pato rojo 23

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10 comentarios en “Pato rojo 23

    1. Por Rozner, es verdad. Podría pertenecer a la red hospitalaria de la Consejería de Sanidad del Otro Mundo. Ummm, me pregunto si hubieran podido curar a cierta chica con un problema de CIANOsis? Quién sabe, quizás así el destino del Otro Mundo habría sido distinto, solucionado con una bombona de oxígeno 😁. Cuánto sufrimiento se habría evitado —uy, peligro, spoilers—, aunque también nos habríamos perdido la emoción de la aventura, el heroísmo y tantas otras cosas. Gracias por comentar.

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  1. El final es algo incómodo en el sentido de que el paciente termina asumiendo que es un pato, un lavado de cerebro como pocos. Muy buen relato la verdad, se siente el suspense y la oscuridad e incertidumbre asechando. Personalmente me recuerda un poco a la película Akira, esos niños también sufrieron lo suyo y es algo que podría haberle pasado a Tetsuo (al menos imaginarlo con una máscara de un animal me resulta fácil oh sí y sus píldoras) Saludos 🙂
    Pd: Respondí a las preguntas del Sunshine Blogger Award.

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    1. La verdad es que cada vez que releo el relato, pues me parece más oscuro. ¿Puede uno asustarse de sus propias ficciones? En cuanto tenga tiempo para dedicarle la atención que merecen, comentaré tus respuestas. Ah, y me apunto la peli para verla. La pondré en las primeras posiciones de la lista. Muchas gracias por comentar, Coremi.

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