La felicitación de Navidad (I/III)

Hussars parading on horseback at the Lord Mayor's Show London

Siempre que se acercan estas fechas, Lothrandir se me pone sentimental, muy blandito, que se diría todo de algodón, vaya. Para que veáis que también tengo corazón, aquí  tenéis este relato de empatía navideña. Nunca habréis sentido nada igual.

A pesar del crucial servicio que estaba a punto de prestar al imperio, ni a Rigoberto ni a su hermana Shira les había sido permitido alojarse en palacio; ni siquiera en alguno de los pabellones de los jardines para invitados de rango menor. 

Rigoberto lo justificaba, como siempre. Los ojos oblicuos y la tez cenicienta de su hermana delataban, estaba convencido de que mucho más que en el caso de él, su origen en la lejana provincia oriental de Pradapur, antaño reino independiente. A esto se añadía la tara de Shira, sordociega y muda desde su tierna infancia, debido a unas fiebres cerebrales. Todo ello, comprendía Rigoberto, constituía un agravio intolerable para la anciana emperatriz.

A fin de supervisar la instalación del aparataje eléctrico de su invención, Rigoberto atravesaba a diario la ciudad en coche de caballos, desde el arrabal donde residía hasta el palacio imperial. La capital parecía resplandecer como todas las Navidades. Pero Rigoberto descubría aquí y allá escaparates menos surtidos, menos adornos en las calles, y escasos zepelines con luces de colores sobrevolando la ciudad; la mayoría habían sido enviados al frente de batalla. 

Según los periódicos, controlados por el Ministerio de la Verdad, la enésima guerra del imperio, casi su estado natural, no podía ir mejor desde hacía años. Nunca se hacían eco de las derrotas y sostenían, imperturbables, que la victoria definitiva se aproximaba. Aseguraban que los soldados del frente mantenían la moral elevada, y se entregaban con ardor y entusiasmo a la lucha. Era una deslealtad para con ellos que el derrotismo, instigado por espías y traidores, cundiera en la población. Por eso, a medida que los reclutamientos forzosos se sucedían, los permisos eran menos frecuentes, y la censura de la correspondencia más despiadada. Ni una carta, ni un libro o revista susceptibles de desmoralizar a la tropa alcanzaba nunca el frente. Lo mismo ocurría con el correo que los soldados enviaban a sus familias. 

Rigoberto había creído mucho tiempo la propaganda oficial, e incluso intentó alistarse para contribuir a la gloria del imperio, pero el acceso al ejército le estaba vedado a las etnias clasificadas como inferiores.  Así que tuvo que contentarse con hacer cuantiosas donaciones para el esfuerzo bélico. Ese dinero salía de los ingresos que él y su hermana obtenían como la pareja de psíquicos del momento. En realidad, la que tenía poderes mentales era Shira, como ella le recordaba, cuando discutían mediante signos por el esfuerzo, amor y dinero que su hermano dilapidaba en un imperio que siempre los despreciaría. Pero Rigoberto no se limitaba a ser el representante de su hermana. A pesar de no poseer estudios superiores, vetados para los de su etnia, el hijo del sastrecillo de Pradapur  era un genio autodidacta. Gracias a sus lecturas y asistencia a conferencias públicas, se convirtió a la nueva ciencia del electromagnetismo, y había diseñado aparatos que potenciaban las excepcionales cualidades psíquicas de su hermana. El teatro donde actuaban estaba siempre abarrotado, y la aristocracia de la capital se los disputaba para hacer representaciones en sus mansiones, a las que la pareja de hermanos siempre accedía por la puerta de servicio.

Fue en una de estas veladas, a las que asistían altos funcionarios y mandos del ejército, donde Rigoberto sorprendió susurros que hablaban de derrota, muerte y ruina en el frente. Las tropas, extenuadas y desanimadas, se entregaban a la indisciplina, cuando no desertaban. El descubrimiento lo conmocionó, pero en lugar de indignarse por las mentiras del gobierno, Rigoberto tuvo una revelación: el imperio lo necesitaba, solo él podía salvarlo y en agradecimiento, la patria que veneraba tendría que aceptarlo por fin. Durante los días que siguieron casi no comió ni durmió, hasta que ideó la manera de revertir la situación en el frente. Pero eso no era suficiente; necesitaba exponerle su plan a alguien influyente.

La oportunidad se le presentó una noche, al descubrir entre los invitados al mismísimo Ministro de la Guerra, que ostentaba la dignidad de Lord Protector del Imperio. Esa noche, Rigoberto forzó los poderes psíquicos de su hermana como nunca antes; la sometió a campos magnéticos de tal intensidad que hubo un momento en que dudó si sobreviviría, pero ella superó la prueba. Uno de los más impresionados fue el Lord Protector, sobretodo cuando Shira transmitió a la vez el pensamiento de los asistentes a la anfitriona de la casa, oculta en un lugar alejado de la mansión. Hubo que esperar a que la aturdida mujer pusiera en orden su mente, pero cuando refirió uno a uno los pensamientos de los invitados, todos aplaudieron admirados. La anfitriona dijo que había experimentado los sentimientos de los demás con más intensidad que si fueran propios. Rigoberto, satisfecho y esperanzado, solicitó que el Ministro de la Guerra le concediera unos minutos, y este, para sorpresa de todos, accedió.

(continuará…)

Fin de

La felicitación de Navidad (I/III)

 

No os perdáis la continuación, la próxima semana, de los desvelos del hijo del sastre de Pradapur

10 comentarios en “La felicitación de Navidad (I/III)

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