Esto que sigue es un capitulito de mi obrita de Ciencia Ficción-Fantasía titulada «Los Nómadas de las Arenas del Tiempo». Un pueblo dividido en castas avanza por el desierto construyendo una vía de tren, no se sabe si huyendo de o intentando regresar al lugar del que proceden, misteriosamente aludido como la Capital. La narración corre a cargo de un niño. Quiero pensar que la sensación de alegría y maravilla que transmite (¡o eso espero!) a pesar de todo este capitulito, me rescata de estos días algo grises.
Los chicos mayores tenían mil teorías sobre las pistas que avisaban de su aparición. Unos decían que un temblor especial de la luz al anochecer anunciaba el momento. Otros que un florecer atípico de las lunas. Otros que estaba predicho en El Libro. Y así mil teorías, la mayoría fantásticas, todas falsas. El hecho es que cuando durante el sol rojo se abrían con un zumbido los techos de algunos vagones, siempre nos pillaba por sorpresa.
—¡Danzarines! —gritaba el primero que los descubría corriendo hacia los vagones con los techos abiertos—. ¡Danzarines!
Era un momento mágico. Aún siento un cosquilleo por todo el cuerpo cuando lo recuerdo. La primera vez que los vi me parecieron grandes arañas saltarinas. Tenían el tamaño de un hombre adulto, y saltaban desde el interior al techo de los vagones y de ahí a la arena. Silenciosos, parecía que toda su actividad se concentraba en las luces parpadeantes que recubrían sus cuerpos rechonchos.
Es curioso, pero nunca les tuvimos miedo. Los veíamos estirándose junto a los vagones, saltando y agachándose, encendiendo y apagando sus luces en mil diferentes patrones. Y luego, sin avisar, a gran velocidad, se lanzaban hacia las arenas alejándose del convoy, bajo la creciente oscuridad del cielo verde. Antes de que aparecieran las estrellas en el cielo, nos regalaban con la visión de mil luces danzarinas. Sentíamos como si nuestros corazones saltaran con ellos, y borrachos de felicidad, mucho antes de haber bebido por primera vez, asistíamos a sus danzas frenéticas y caprichosas en la arena, cada vez más lejos. Elegíamos a nuestro Danzarín y jugábamos a cuál de ellos era el último en desaparecer. Porque desaparecían rápidamente en la lejanía. Se marchaban y nos dejaban abandonados junto a La Vía, hundidos en la tristeza mientras ellos se dirigían a lugares llenos de maravilla.
Muy pocos regresaban, y cuando lo hacían era arrastrándose sobre patas estropeadas o perdidas, cubiertos de arena, con los cuerpos rechonchos abollados, y con las luces apagadas. Los constructores los recogían rápidamente y se los llevaban sin dejar que nadie se acercara a ellos. Parecía que hubieran pasado años en las arenas. Tal vez fuera así, y los que regresaban no eran los que habíamos visto días antes, si no aquellos que habían visto nuestros padres cuando eran niños.