Esta es una historia sobre algo tan antiguo, eterno y terrible como el amor y el deseo. Os deseo una terrorífica noche de Halloween. Tened cuidado con los lugares antiguos.
Está anocheciendo. Acabo de llegar al pueblo. Tengo dos mensajes. Clara dice que se retrasará por el atasco, que empiece yo la entrevista. El otro es de Lucía y no me apetece leerlo. No me quito de la cabeza su expresión de bulldog apaleado cuando le he repetido que se llevara sus cosas de casa de una vez. Lleva dos meses postergándolo. Entonces llegó Clara y me dio un beso en la mejilla; su primer beso. Adoro que sea tan directa, aunque trabaja en la redacción desde hace sólo una semana. También me gustan sus ojos violeta y ese melena azabache que se despeña como una cascada hasta su cintura. Mientras me contaba lo de la entrevista no podía dejar de sentir un fuego húmedo ahí abajo. Luego dijo que tenía algo que hacer y quedamos en vernos en el pueblo. Aún no sé cómo me he dejado convencer; no improvisaba así desde hacía años. Tampoco nadie me excitaba tanto.
Camino despacio sobre el suelo empedrado y resbaladizo. Hay un aroma extraño; huele a tiempo y a muerte. Es la noche de Halloween y es fácil sugestionarse. Gracias al contacto de Clara hemos sido las primeras en saberlo. Tiene los documentos que demuestran que la mujer más anciana del mundo vive en la sierra de Madrid. Quién lo iba a imaginar.
Tengo frío. Es normal para finales de octubre. Pero hay algo más, algo salvaje, primitivo, flotando en el ambiente.
—¿Puedo hablar con doña Matilde?
Parece la mirilla de un convento. Antes de volver a cerrarse, he visto unos ojos escrutadores de color azul viejo, en un rostro agrietado como la superficie de un planeta maldito. Halloween nunca me había afectado tanto. No puedo irme con las manos vacías.
—Sólo serán unas pocas preguntas. Le prometo que acabaremos enseguida. Seguro que me conoce de la tele, soy Esther…
La mirilla se abre de golpe.
—¿Está ella con usted?
La vieja parece aterrorizada. Sé del miedo de los ancianos por la gente, pero esto me parece exagerado. En fin, son sus reglas. Es una suerte que Clara no haya venido.
—Estoy sola.
—Váyase. Huya. Por lo que más quiera. Y que Dios la ayude.
Así que la ancianita está loca. Debí esperarme algo así, a su edad. ¿Por qué siento entonces este miedo? ¿Y qué hago ahora? Del interior de la casa llega otra voz.
—Déjala pasar. Si tiene la marca ya es demasiado tarde para ella, y para nosotras.
Una vieja diminuta, arrugada y encogida como ropa lavada muchas veces, cierra con rapidez la puerta y me conduce a un dormitorio. Parece una niña al lado de la anciana tumbada en la cama. Me hace un gesto para que me acerque. Me explora la cara con dedos de ciega y asiente con la cabeza.
—Pensé que tal vez… pero no hay duda. Tienes la marca.
La otra viejita maulla lastimera y empieza a esparcir sal alrededor de la cama mientras canturrea una letanía. El miedo cae sobre mí como un manto negro empapado. Son un poco mayores para andar con jueguecitos de Halloween, pero lo hacen genial. O están locas. La mujer de la cama habla sola.
—Durante mucho tiempo ella se escondía de mí, pero ya no. Hace cincuenta años, en Estambul, fue la primera vez que huí. Huelen nuestra debilidad y esperan pacientemente a que sea su momento. Te envía para decirme que viene a por mí. Escúchame, mi niña. No hables con ella. No la mires a los ojos. Sobre todo, evita los lugares antiguos. Allí su poder es mayor. Lamento no poder ayudarte. Buena suerte.
No sé cuánto tiempo llevo sentada en esta cafetería. Es tarde, y el encargado quiere cerrar. Tal vez me he marchado demasiado deprisa, pero las pobres viejas habían perdido la cabeza y no podía sacar nada coherente de ellas. Después de preguntarme si era creyente no aguanté más. Necesitaba dejar de respirar ese aire cargado.
—Hola cariño.
No la he visto entrar. Está más hermosa que nunca, con sus ojos azules encendidos de deseo. Le explico lo de la entrevista, aunque no parece sorprendida. Se encoge de hombros y sonríe de forma adorable.
—Qué le vamos a hacer. Volvamos a Madrid. Esther, quiero que me enseñes tu casa.
Tomamos un par de cócteles y camino del coche nos besamos. No estoy cómoda. Malditas viejas. Nada más salir del pueblo Clara me hace girar por un camino de tierra y me dice que pare. Juraría que por un momento sus ojos han brillado rojos. La cabeza me da vueltas.
—Ven. Hace una noche espléndida. Mira cuántas estrellas.
Ya no tengo dudas, sus ojos arden como el fuego.
—Clara, hace frío. Vuelve al coche y vayamos a Madrid. Pensarás que soy tonta, pero tengo miedo.
Ella sigue alejándose hacia el bosque. Tras la primera fila de árboles la oscuridad es total. Oigo su voz apagada y lejana, como si estuviera en todas partes. Pero esos dos puntos rojos me señalan el camino.
—Esther, Esther. No tengas miedo. Quiero enseñarte algo.
Noto la boca seca, y el corazón desbocado. No creí que se pudiera sentir esta mezcla de terror y deseo. Me está llamando; me ordena que vaya. Tal vez siempre ha sido así.
El teléfono se ilumina. Lucía me escribe que el curriculum de Clara es falso, que nadie la conoce. Pobre Lucía, como si eso tuviera ya alguna importancia.
No paro de oir su voz susurrando mi nombre. Ya voy mi amor.
Abro la puerta y corro hacia el bosque.
Últimas noticias: la mujer más anciana del mundo ha fallecido a los ciento treinta años de un ataque al corazón en el pueblo de la sierra al que había regresado recientemente, después de una vida en el extranjero. En las afueras del mismo pueblo, y cerca de una abadía templaria en ruinas, ha sido localizado abandonado el coche de la popular periodista…