Baby it’s cold outside (Cariño hace frío afuera)[1]
Este es el último relato, pero el penúltimo post de las Crónicas del Grinch 2017. He disfrutado mucho de compartirlas con vosotros. Nos trasladamos al norte, durante el «Blitz», los bombardeos masivos sobre Reino Unido entre 1940 y 1941. Estamos en Navidad, por supuesto, y el relato va de la pérdida, los reencuentros imposibles y la búsqueda desesperada de un poco de calor en nuestra existencia tantas veces miserable y devastada.
—Cariño, ya he regresado —dijo Kenneth quitándose el abrigo y el casco. Nadie le contestó—. Una bomba mató anoche a una de las vacas de los Watson. El viejo Pit dijo que era una lástima desperdiciar un hoyo así, y ha enterrado a la vaca allí mismo, ¿puedes creerlo?
No hubo ninguna respuesta. Cuando salió de casa a las cinco de la mañana para su ronda de la Defensa Civil, su esposa aparentaba dormir plácidamente, pero Kenneth sabía que estaba enfadada con él. Odiaba hacerla sufrir.
Un ruido de cacharros y un aroma delicioso lo condujeron hasta la cocina. Había harina por todas partes como si allí también hubiera caído una bomba, y Margaret danzaba con precisión en medio de innumerables ollas y cazos. Kenneth no la veía así desde el último permiso de John. Al recordar al hijo de ella, al hijo de ambos, sintió una punzada en el corazón y la visión se le empañó, pero no lloró; no lloraba desde que regresó de Francia en el 18.
—Cariño, ¿te encuentras bien?
—Estupendamente, cielo. ¿Qué tal tu día? Perdona el desastre, luego lo limpiaré todo.
—¿Eso del horno es tarta de limón? ¿De dónde has sacado los huevos y la mantequilla? —Era la nochebuena de 1940, y la guerra y las cartillas de racionamiento duraban ya demasiado.
El rostro de Margaret resplandeció con una sonrisa, y Kenneth descubrió que la niña traviesa y rebelde que había sido seguía existiendo en su interior; intentó grabar esa imagen en su memoria.
—Tengo mis contactos —dijo con orgullo—. Lady Burton siempre ha querido tu vieja máquina de escribir de hierro. Espero de veras que no te importe, al fin y al cabo llevas años sin utilizarla por tu alergia. Ahora debes arreglarte; cenaremos a las seis y quiero que todo sea perfecto.
Kenneth se había negado el día anterior, por enésima vez, a alojar refugiados de los bombardeos de Plymouth. No quería mocosos alrededor mientras trabajaba en sus estudios de mitología y folclore en la biblioteca, ni tampoco en el resto de la casa. Margaret no protestó, pero él sabía que la había disgustado. Empezaba a sospechar la razón de su repentina alegría, pero era maravilloso verla así y quería disfrutarlo un poco más. Por supuesto, no le importaba lo de la máquina, de hecho resultaba un alivio haberse librado de ella por fin. Cuando regresaba tras cambiarse de ropa, sonó la campanilla de la puerta. Margaret, atareada con la mesa, le pidió que abriera.
—Lamento mucho el retraso; no recordaba el camino —dijo un hombre de unos treinta años con un abrigo en mal estado—. Espero no haberme confundido. Margaret, quiero decir la señora Spencer, tuvo la amabilidad de invitarme a cenar.
Al encontrarse frente a aquellos ojos azules y aquella barbilla prominente, como la suya, Kenneth comprendió que no podía censurar a Margaret. Esta vez el parecido era asombroso. En su primera misión con la RAF, John había sido abatido sobre Londres; no quedaron restos para enviar a sus padres. Después de aquello, Margaret creyó reconocer a su hijo en cada uno de los cientos de vagabundos que atravesaban Devonshire huyendo de la guerra y los bombardeos. Bastaba un mínimo parecido, a veces solo la misma edad, para que Margaret se lo trajera a casa y pretendiera que John había regresado. Kenneth le seguía la corriente y aquella misma noche tenía una larga charla con el vagabundo. La mayoría eran comprensivos, agradecían la comida y se marchaban a la mañana siguiente. Solo con unos pocos tuvo que ser más convincente.
—No te has confundido. Adelante muchacho.
Durante la cena Margaret, desbordante de felicidad, habló con el invitado como si fuera su hijo, sin dejar de preguntarle si se acordaba de esta o aquella anécdota, como las otras veces. Pero Kenneth pronto reparó en que esta noche había algo diferente: las respuestas del vagabundo eran casi siempre acertadas. De vez en cuando el falso John tardaba un tiempo en responder, como si luchara por recuperar algún recuerdo bloqueado por el stress postraumático. En esas ocasiones, miraba con intensidad a Margaret y acababa por dar la respuesta acertada. Intentó la misma maniobra con Kenneth, pero sin resultado.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? Me refiero a desde que tu avión se estrelló —preguntó Kenneth.
Margaret lo fulminó con la mirada; aquel detalle no revestía ninguna importancia para ella. Le bastaba con que estuviera en casa de nuevo.
—No recuerdo nada de los días que siguieron al accidente. No sabía quién era y vagué sin rumbo. Una mañana llegué a Devonshire y el corazón me dijo que aquí estaba mi hogar. Cuando vi a la señora Spencer —dijo en un tartamudeo — fue como si un dique se viniera abajo y recuperé la memoria. Mamá, te he echado tanto de menos.
Margaret abrazó al invitado y lo empapó en lágrimas. Kenneth se fijó en que sólo lloraba ella, pero renunció a preguntar nada más y aquella noche el vagabundo durmió en la habitación de John. Cuando se fueron a la cama Margaret no paró de hablar. Reconocía que había estado algo trastornada tras la desaparición de su hijo, pero ahora era diferente, era él de verdad, y le agradecía que lo hubiera aceptado sin poner objeciones. También le dijo que lo tenía todo planeado. Para evitar que John tuviera que reincorporarse, lo esconderían en casa hasta que acabara la guerra. Luego sería muy fácil, diría que tuvo amnesia y no había recordado quién era hasta entonces. Era lo mismo que le había pasado a Kenneth después de la batalla del Somne[2] en la Gran Guerra, y nadie había protestado.
A las dos de la madrugada, vencida por el cansancio y el láudano que su esposo le había añadido al vaso de leche, Margaret se durmió por fin. Esperó todavía una hora antes de vestirse y recoger el maletín que había dejado preparado en la biblioteca. Fue a la habitación de John. El vagabundo dormía oculto por completo bajo la colcha, y Kenneth dudó si destaparlo de golpe y sorprenderlo.
—Hijo, despierta —dijo desde el quicio de la puerta—. No puedo creer que hayas olvidado nuestro paseo de Navidad. Era muy importante para nosotros.
Vivían en Godling in the Moor[3], apenas una docena de casas dispersas justo al inicio del páramo de Dartmoor, y una vez al año recorrían solos las doce millas que los separaban de Totnes[4], en la costa, hacia el sur. La colcha se agitó, los bultos confluyeron y John se levantó con su mejor sonrisa.
—¿Cómo iba a olvidarlo, papá? Esperaba todo el año el momento de nuestro paseo del día de Navidad. Sólo quería gastarte una broma. Me visto enseguida.
Kenneth lo aguardó en la entrada. Estaba siendo más fácil de lo que esperaba. Pero el paseo lo daban el día de año nuevo y después de que hubiera amanecido. Todavía era de noche, soplaba el viento y hacía frío. Un cielo despejado, muy poco común en aquella época del año, resplandecía rebosante de estrellas. Mientras caminaban a buen paso hacia el oeste, John no dejaba de hablar de lo mucho que los quería, de lo mucho que los había añorado y de todas las cosas que podrían hacer ahora que volvían a estar juntos. Kenneth asentía y apretaba el paso; cualquier hombre de setenta años habría envidiado su velocidad. La niebla apareció y a medida que se adentraban en el corazón del páramo se espesó hasta que las estrellas los abandonaron. Después de algo más de una hora Kenneth se detuvo. Árboles desnudos de troncos retorcidos, con jirones de musgo colgándoles flácidos como sudarios deshilachados, los rodeaban por doquier. Invitó a John a sentarse en una piedra y luego le ofreció una botellita.
—Es un reconstituyente para el regreso. ¿Lo recuerdas? Mi hijo y yo siempre lo tomábamos al llegar aquí.
—Por supuesto papá —dijo John rotundo; en las últimas dos millas no había abierto la boca.
Kenneth guardó el frasco sin tomar siquiera un sorbo y dejó pasar unos minutos después de que el otro bebiera, haciendo comentarios intrascendentes, antes de preguntar de sopetón:
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—¿Qué? Tú sabes como me llamo, papá —dijo John restregándose los ojos, como si le costara mantenerse despierto—. Entiendo, es una broma.
Cuando retiró la mano su cara se había desfigurado como arcilla fresca. Un ojo parpadeaba junto a la comisura de los labios y el otro junto a la oreja. La nariz era un amasijo informe sin orificios.
—Me refiero a tu nombre auténtico, y no me llames papá —dijo Kenneth sin inmutarse.
La cara del vagabundo que una vez había sido un doble perfecto de John continuaba derritiéndose. Intentó levantarse pero se tambaleó y cayó al suelo.
—Soy tu hijo, me llamo John —balbuceó aquella criatura con una voz de resonancias metálicas que ya no era la del hijo de Margaret—, me llamo John y quiero a mi mamá.
Kenneth se colocó unos guantes gruesos y sacó del maletín una daga cubierta de herrumbre.
—No te llamas John y no eres nuestro hijo —dijo arrodillándose junto a él—. Llevo muchos años dedicado al estudio del folklore mágico de estas tierras y sé que eres una pobre criatura que nunca debió salir de aquí, el bosque encantado de Wistman[5].
—No te imaginas lo que es vivir en esta soledad. Hace tanto frío, incluso en verano, que se le olvida a uno que está vivo.
—Debiste aceptar tu destino, apagarte lentamente y desaparecer. El mundo actual no es lugar para ti ni los tuyos.
—¿Qué le has puesto a la bebida? Me quema —dijo el ser de aspecto cambiante que se derramaba sobre la hojarasca del suelo del bosque.
—Láudano, para que no sufras tanto.
—Estúpido —rió la criatura—. ¿Y dices que nos has estudiado? Somos inmunes a los somníferos. Me levantaré, acabaré contigo y regresaré al lado de tu Margaret. Los dos seremos muy felices.
—Mezclado con limaduras de hierro si te afecta —dijo Kenneth; en el revoltijo que era ahora la cara de la criatura, le pareció sorprender una expresión fugaz de sorpresa y terror—. Créeme, no te odio y te felicito por tu copia casi perfecta de nuestro hijo. Sé que has estado absorbiendo los sentimientos de dolor y desesperación de Margaret desde que John murió, hasta que te viste con suficientes fuerzas para presentarte ante ella. Ojalá pudiera permitir que te quedaras, pero es imposible.
Con mano experta, casi con dulzura, clavó el puñal donde sabía que la criatura tenía el corazón y ésta murió y se convirtió en cenizas. Una leve brisa las arrastró hacia el interior del bosque poco después.
Kenneth llegó a casa a las seis de la mañana y Margaret no había despertado. Se tumbó junto a ella y simuló quedarse dormido. Al mediodía notó como su esposa se levantaba y bajaba las escaleras intentando no hacer ruido. Luego la oyó gritar y después subir las escaleras despacio. Kenneth pensó que debía estar llorando. Bueno, sabía cómo manejar aquella situación; lo había hecho muchas veces, aunque esta era la primera vez que había matado, y la primera que se había enfrentado a una criatura del bosque. Notó como Margaret se sentaba en la cama.
—Escucha Ken, querido —dijo su esposa en tono tranquilo—, sé que no estás dormido. Agradezco tu comprensión después de la muerte de John, y todo lo que hiciste. Pero esta vez era diferente. Esta vez se habría convertido en mi John de verdad, por completo. Aprendía muy rápido, casi como tú cuando llegaste a casa dos años después de darte por muerto. John era muy pequeño y para él fuiste su verdadero padre. No pregunté nada entonces, te acepté, compartí contigo mi calor aunque sabía que mi Kenneth se descomponía en alguna trinchera inmunda en Francia. Eso es lo que te pido, lo que te exijo a ti ahora, que aceptes al próximo John que entre por esa puerta. Noto que se acerca, absorbiendo mis recuerdos y siendo más John a cada paso. Te juro por dios que como se repita lo de hoy, te echaré fuera de mi casa y si regresas alguna vez te clavaré un cuchillo de hierro en el corazón, ¿o acaso creías que me había tragado el cuento de tu alergia? Mientras preparo el desayuno piensa en lo que te he dicho. Debes aprender a convivir también con los de tu misma especie. Por si te sirve de ayuda, recuerda que hace mucho frío ahí fuera, cariño.
Fin de Baby it’s cold outside[6]
[1] Baby it’s cold outside (Cariño hace frío afuera): se trata de una canción escrita en 1944 por el estadounidense Frank Loesser. En ella, y en tono de humor, el anfitrión de una fiesta intenta convencer a su invitada para quedarse a pasar la noche, ya que fuera hace mucho frío y el camino de vuelta a casa podría ser difícil debido al mal tiempo. Ella se resiste, preocupada por su reputación. Es una canción habitual de Navidad, a pesar de no tener temática navideña, y la cantan los coros en los colegios.
[2] batalla del Somne en la Gran Guerra: fue una de las más sangrientas de la Primera Guerra Mundial, que los anglosajones llaman la Gran Guerra. Acaeció en Francia de julio a noviembre de 1916 y hubo más de un millón de muertos entre los dos bandos.
[3] Godling in the Moor: literalmente significa “deidad del páramo”; población ficticia en el páramo de Dartmoor, en el condado de Devon.
[4] Totnes: población real en la desembocadura del río Dart, al sudeste de Dartmoor.
[5] bosque encantado de Wistman: Wistman’s wood, en el corazón del páramo de Dartmoor, en Devon.
[6] El vocablo alemán doppelgänger se construye a partir de doppel: «doble» y gänger: «andante» con el significado de «el doble que camina». En varias obras de ciencia ficción y literatura fantástica designa también a un metamorfo o criatura que puede cambiar de forma e imitar a una persona o especie en particular. Entre los autores que han explorado este tropo cabe citar a Edgar Allan Poe, Ray Bradbury, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.
Muchas culturas han considerado al hierro como un amuleto contra los seres mágicos. El hierro alejaba a las hadas, las brujas, los demonios y los fantasmas.