¿Tienes el suficiente valor para abismarte al misterio de tu existencia? Si es así, adelante, nuestro protagonista ya casi se ha despertado; pero no digas que no te lo advertimos cuando sientas sobre ti esa mirada interrogadora…
Frío. Miedo. Dolor. Intentó ahuyentar esas sensaciones malas como tantas otras veces, pero ahora la vibración no le trajo tranquilidad. Ni su garganta ni su estómago respondían como antes.
Despacio. No debía hacer movimientos bruscos. Le extrañó no sentir ningún olor. No olía a comida, ni a otros. No olía a él. A través de sus párpados cerrados se filtraba algo nuevo y desconocido. Abrió los ojos y allí estaba: la oscuridad. Nunca antes la había contemplado. Su mundo no conocía la ausencia de luz. Eso era algo, lo sabía, que le daba ventaja sobre los demás, su capacidad para ver donde otros no podían.
Oscuridad. Miedo. Dolor. Estaba tan asustado que habría llorado de haber podido. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era ésto el fin? ¿El mundo sin luz ni calor ni comida del que él y los suyos intentaban siempre mantenerse lejos?
Más miedo. Más dolor.
— Papá, se hace tarde —resonó una voz ininteligible desde el otro lado de la puerta—. ¿Estás despierto? Mamá y yo te esperamos en la cocina.
Sintió un arrebato de miedo, y con ello más dolor. Aquel espantoso ruido sólo podía provenir de una de esas máquinas infernales con las que perseguían las pelusas y los trozos de comida, aunque para su sorpresa al final le había parecido reconocer unos sonidos.
Tenía que huir. Ponerse a salvo. Intentó levantarse de un salto, como tantas veces, pero ahora no funcionó.
Él no habría sabido denominarlo así todavía, pero el hecho es que estaba a cuatro patas sobre el colchón. La leve claridad que ahora penetraba a través de las rendijas de las persianas le permitió contemplarse. Y el pánico más absoluto se adueñó de él, ante sus manos sin garras, su piel sin pelo, y su cola… ¿dónde estaba su cola? Intentó retroceder hacia quién sabe qué desconocida seguridad, pero sus extremidades le fallaron y cayó a plomo sobre el suelo. Allí quedó panza arriba, aunque ésa era una descripción inadecuada para aquella figura de un hombre de mediana edad desnudo, de espaldas sobre la alfombra, con piernas y brazos dirigidos hacia lo alto.
Por más que lo intentó no pudo maullar lastimosamente, ni ronronear para calmar su angustia. Una humedad desconocida comenzó a empaparle los ojos y la cara, aquella cara que ahora sabía sin bigotes ni colmillos. Allí, en el suelo, sin poder darse la vuelta lloró amargamente creyendo que era el fin.
—Papá, ¿te falta mucho? —dijo la misma voz de antes—. Dice mamá que nos tenemos que ir, que ya te verá luego. Que tengas buen día.
Esta vez los sonidos fueron identificables, pero todavía no captaba el significado. Reconoció la urgencia en la voz y algo como un deseo o una promesa. Quiso contestar, pero todavía de espaldas sobre la alfombra sólo consiguió emitir un leve gruñido.
Pasaron los minutos, y cuando el corazón se calmó se dio la vuelta lentamente. Sus miembros le respondían mejor, aunque seguía echando en falta su cuerpo. Siempre había podido confiar en él y ahora con éste nuevo se sentía confuso. Para tranquilizarse empezó su higiene matinal, pero el doloroso chasquido de su espalda le hizo aprender que ahora había partes de su cuerpo vedadas a su lengua. Así que se contentó con lamerse los brazos y frotarse con ellos el pelo que al menos sí tenía en su cabeza.
Doblando con cuidado las piernas se sentó en el suelo. Estiró el tronco e irguió la cabeza. Ahora la habitación estaba bastante iluminada y pudo ver la cama desde la que había caído, las ventanas y las…
—Cor-ti-nas —dijo despacio, ¡entendiendo lo que decía! A los pocos minutos había olvidado que era la primera palabra que pronunciaba.
Y mientras seguía allí sentado pensó que sería bueno levantarse y mirar las cosas de cerca. Y se levantó, despacio y vacilante, pero se levantó al fin. Era la primera vez que se ponía sobre dos pies, pero rápidamente lo olvidó y pasó a recorrer la habitación. Tan satisfecho estaba que habría ronroneado de haber recordado cómo. Luego sintió frío y se puso unas ropas que él sabía que eran suyas, con torpeza al principio pero disfrutando al ver que aprendía con rapidez. Le gustaba aprender. Al final de la mañana hasta se había afeitado la incipiente barba sin apenas cortarse. Lo hizo sin ningún motivo definido; sólo porque podía y sabía hacerlo.
Salió del dormitorio porque supo accionar un artilugio que se llamaba manubrio, y eso le llenó de palpitante alegría. Empezaba a notar apetito y por un momento contempló con la boca abierta el comedero que había en el suelo del baño de su hijo; porque también sabía que tenía un hijo. Pero luego recordó que había cosas más ricas abajo en la cocina, y hacia allí se dirigió, ¡bajando las escaleras!
Y ya no recordaba nada de su vida anterior. No había colas ni bigotes, ni persecuciones por el jardín, ni saltos por los tejados a la luz de la Luna.
Después de comer, utilizando cubiertos por supuesto, se dirigió al salón.
Al entrar se detuvo.
Desde un cojín en el sofá un hermoso gato rubio le miraba.
Permanecieron así, contemplándose el uno al otro unos minutos. Al principio le había parecido que le miraba con desconcierto desde el fondo de aquellos ojos amarillos. Se sentó junto a él y le pasó la mano por encima del lomo como sabía que les gustaba a los gatos. Caricias, recordó que las llamaban.
El gato le miró una vez más, y así le fue dado contemplar por última vez como se apagaban para siempre los últimos rescoldos de humanidad en la profundidad de aquellos ojos de pupila vertical.