Bel-sa-Sar. Parte I

El relato que sigue es un homenaje a la reciente pérdida sufrida en nuestra familia las pasadas Navidades. Es también un homenaje a las ferias ambulantes que conocieron nuestros padres y por supuesto, a Ray Bradbury. La infancia es el territorio en el que desarrollamos nuestra sensibilidad para el misterio y la maravilla. Sin ella, el recorrido por la vida sería mucho más triste y aburrido. Pero ese aprendizaje no está exento de dolor. Ojalá un niño siga siendo un niño aunque se encuentre a años luz de la Tierra, en un futuro lejano. 

Georgios tenía nueve años terrestres y un corazón ávido de maravillas, pero nunca había salido de la villa Amaltor en la cuarta luna. En sólo veinticuatro horas había volado en cohete, cabalgado en el carrusel espacial que conectaba las colonias, y volado en cohete otra vez hasta aterrizar en la capital del sistema de doce satélites alrededor del planeta gigante Amaris. Georgios imaginaba su primera vez en la ciudad Puerta de las Estrellas de otra manera, pero mientras viajaban desde el astropuerto al mercado central solo podía pensar que ojalá no fuera demasiado tarde.

Las primeras colonias se establecieron cien años atrás, y por entonces la hibernación de los viajes interestelares no funcionaba con animales pequeños, que por otra parte eran una rareza en la Tierra desde la extinción de especies de finales del siglo XXII. Los directores del programa de asentamientos nunca lo consideraron un problema, y tampoco los colonos. La mayoría solo había conocido mascotas animatrónicas[1] en el planeta natal. Pero todo había cambiado gracias a la ingeniería genética retrógrada y al progreso en las técnicas de hibernación. Georgios nunca había tenido una mascota viva, al igual que los demás niños de las colonias. Cuando se anunció la llegada del carguero interestelar con animalitos vivos, supo que el hecho de que coincidiera con su décimo cumpleaños era una señal. La Tierra estaba muy lejos y no habría otra nave hasta dentro de cincuenta años.

Siempre lo habían fascinado los dragones. Devoraba los relatos de castillos y caballeros e inventaba nuevas historias con dragones bondadosos que no morían al final. Sus padres le explicaron que los dragones eran difíciles de encontrar y aún más de mantener, que necesitaban mucho espacio, que había que sacarlos varias veces al día y todas las cosas que le dices a un hijo para evitarle una decepción, pero Georgios tenía una confianza ciega. Incluso su abuelo Gerios, el último de los fundadores de la colonia que seguía vivo, le rogó que considerara otras alternativas. Georgios idolatraba a su abuelo. La salud del anciano había empeorado en el último mes, y la mañana prevista para la partida tuvo la peor crisis. Los padres del niño casi suspenden el viaje, pero Gerios insistió tanto que finalmente Georgios marchó hacia el astropuerto acompañado solo de su madre. «Pase lo que pase, elige con el corazón», le dijo su abuelo al despedirlo.

Con las dudas perdieron el vuelo y tuvieron que tomar el siguiente. El mercado de animales llevaba abierto cuatro horas cuando llegaron a Puerta de las Estrellas. Las banderolas del mercado aparecieron a lo lejos, Georgios se soltó de su madre y corrió hasta que no pudo más. Salvo por los operarios que desmantelaban las tiendas de lona, el mercado estaba desierto. Se acercó a uno de los hombres y le preguntó por las mascotas.

—¿Los animales? Ha sido una locura, se han vendido todos. Deberías haber venido antes. Oye, ¿dónde están tu padre o tu madre?

Georgios quería morirse allí mismo y cuando el hombre intentó agarrarlo del brazo, echó a correr entre el dédalo de tiendas, excrementos de animales y carteles caídos, en un intento vano por dejar atrás el peor momento de su vida. Cuando sus piernas y sus pulmones dijeron basta, se acurrucó detrás de unas cajas y lloró.

No sabía dónde estaba, ni el tiempo que llevaba allí. Por primera vez fue consciente de que su madre estaría terriblemente preocupada. Un panfleto amarillo revoloteó y se enroscó en su pie, aunque no soplaba viento. En grandes letras doradas y negras decía: Bel-sa-SaR es tu última oportunidaR. Un rumor de palabras cercanas atrajo su atención.

—Ya sé que ha dejado de llorar, Gil. No necesito que me señales lo evidente.

Intrigado, pegó un ojo a una rasgadura de la tienda amarilla y negra de la que provenía la voz. En el interior descubrió al hombre más gordo que había visto nunca rodeado de armaduras rutilantes, espadas con gemas en las empuñaduras, alfombras con los colores del arcoíris, y un sinfín de cachivaches enigmáticos. Llevaba una túnica amarilla que lanzaba destellos dorados y un turbante del mismo color en la cabeza. La piel era negra, y el blanco de los ojos y los labios abultados le recordaron a un pez. No vio a nadie más.

—Gil, ¿quieres callarte? Intento pensar —De repente giró la cabeza hacia el espacio vacío de su izquierda y dijo—. Eres muy gracioso, pero que muy gracioso.  Para que lo sepas, soy el cerebro de nuestra empresa.

Georgios carraspeó fuerte, como le habían enseñado, y entró en la tienda.

—Disculpe, señor. ¿Con quién habla? —Eso no era muy educado, pero fue lo primero que se le ocurrió.

El orondo personaje no se inmutó, exhibió una flexibilidad inesperada y se inclinó hasta casi tocar el suelo.

—Bienvenido al humilde establecimiento de Bel-sa-Sar. Ya creíamos que no entrarías nunca —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Ah, te refieres a Gil, mi ayudante menos cualificado, de hecho, es un verdadero incordio, no sé por qué lo tolero. Bueno sí lo sé, pertenecía a Rajib, un tío segundo, primo de mi padre, que en su lecho de muerte me encargó que cuidara de su camello Gilgamesh. Es un camello de lo más corriente, salvo que es invisible. No dejes que esa insignificancia te deslumbre, ya es bastante vanidoso. Pero dejémonos de historias familiares y vayamos al asunto de tu mascota.

Los haces de luz que atrapaban partículas del polvo de los años, el aroma entre azucarado y picante que le cosquilleaba la nariz, su deseo de niño palpitándole en el pecho, hicieron que Georgios se rindiera a la seducción del hombre de la túnica dorada.

—¿Entonces tiene a mi dragón? —balbuceó y la sonrisa de Bel-sa-Sar se borró de golpe.

—No exactamente.

La cortina de la entrada se alzó y la luz aniquiló aquella atmósfera de ensueño como las olas apagan las hogueras en la playa. Las armaduras y espadas aparecían llenas de herrumbre, las alfombras deshilachadas y cubiertas de manchas, las lámparas y cachivaches habían devenido vulgares objetos de latón. El lugar de la imponente figura de Bel-sa-Sar lo ocupaba un hombrecillo flacucho, vestido con un batín con dibujos de camellos.

—Yo tenía razón: todos acaban en la tienda del loco Balta —dijo desde el umbral el operario que intentara agarrar a Georgios. Tras él irrumpió su madre con ojos enrojecidos.

—No vuelvas a separarte de mí. ¿Sabes lo preocupada que estaba? ¿Me estás escuchando?

George había pasado del éxtasis a la más amarga desilusión.

—Entonces no hay ningún dragón, ni existe Gilgamesh. Todo era mentira, un truco.

—No exactamente. Mamá opinaba que la gente se fía más de una persona gorda, pero mis estrategias de venta tal vez se han quedado anticuadas.

—Oh vamos, Balta, deja de engañar al chiquillo —dijo el operario—. Tu estrategia consiste en comprarle al capataz los animales defectuosos por la hibernación y luego revenderlos a niños con padres incautos.

—Yo solo los salvo del horrible destino que les aguarda. ¿Por qué no les cuentas lo que hacéis con esos animalitos, Teofrastos? —dijo Bel-sa-Sar desafiante.

Teofrastos lo miró con odio y parecía dispuesto a golpearlo.

—Ya he perdido demasiado tiempo. Sígame y la conduciré a la salida del mercado.

Su madre tiró de él, pero Georgios no se movió.

—¿Qué le pasará al animalito si no lo vende? —dijo mirando a Bel-sa-Sar, y por el tiempo que dura un relámpago, le pareció verlo trocado de nuevo en el orondo personaje que hablaba con camellos invisibles.

—Oh, no te preocupes. Estará bien. Le hará compañía a Gilgamesh —contestó guiñándole el ojo—. ¿Querrías verla? Me refiero a la mascota.

—De eso nada. Salgamos de aquí, hijo.

—El abuelo me dijo que decidiera con el corazón. Por favor, solo será un momento. Se lo prometí.

La madre recordó que al abuelo del niño no le quedaba mucho.

—Muéstrenos el animalito, pero no permitiré que se aproveche de mi Georgios.

El operario lanzó un exabrupto y se marchó farfullando algo acerca de la credulidad de la gente. Bel-sa-Sar se inclinó hasta tocar el suelo con la barbilla y guio al niño y a su madre hacia las profundidades de la tienda. A medida que avanzaban el ambiente se enrarecía, y un olor intenso, entre azucarado y picante, rezumaba de las paredes. Georgios tenía la sensación de permanecer en el mismo lugar, mientras el mundo, los astros y años incontables giraban alrededor.

«¿A qué huele? —pensó la madre—. Espero que no esté drogándonos».

—Es mirra, un artículo con el que mis antepasados comerciaron en la antigüedad —dijo Bel-sa-Sar—. Resulta un poco fuerte al principio, y me temo que esta parte de la tienda no se ventila desde hace años. Siempre ha estado asociada a los ritos funerarios, como si fuera un recordatorio de vuestra mortalidad. Yo opino, y a la vez soy la prueba, de que su efecto es el contrario. Hemos llegado.

Si quieres conocer el final de este relato: Bel-sa-Sar. Parte II.

[1] Mascotas animatrónicas: animales robots utilizados en la Tierra como mascotas tras la extinción masiva de especies vegetales y animales acaecida a finales del siglo XXII.

Un comentario en “Bel-sa-Sar. Parte I

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