
Me apetecía escribir un texto con sabor antiguo. He intentado aportar un enfoque y un tema contemporáneos. Del folclore disfruto más la belleza que su frecuente moralina, pero resulta difícil dotar a un relato corto del aroma a antigüedad sin cierto barniz ejemplarizante; espero que no haya sido excesivo.
Érase una vez, hace mucho tiempo, un príncipe que idolatraba a su madre, la reina. Hasta tal punto la amaba, que cuando ella enfermó nuestro príncipe se embarcó en la peligrosa búsqueda del objeto sagrado que podría sanarla.
—Atended los que estáis sentados junto al fuego, pues mi historia ya comienza:
«Cuando el mundo era joven y lleno de maravillas, existía un país dichoso que una reina muy anciana gobernaba con sabiduría desde la muerte del rey. La soberana enfermó gravemente y el consejo de magos dictaminó que sólo la sanaría el legendario lempu, del que se dice que alberga el poder del universo y nunca conserva la misma forma. El príncipe tenía edad para reinar, y a juicio de la corte madurez suficiente para gobernar, pero amaba a su madre y partió en busca del sagrado lempu.
» Recorrió el mundo hasta llegar al bosque del Último Confín. Allí vio un cervatillo perseguido por una batida. Conmovido, atravesó la espesura con estrépito y confundió a los cazadores. Más tarde, un lobo que también huía le dirigió una mirada tan implorante que el príncipe volvió a despistar a los perseguidores. Se disponía a vivaquear cuando una muchacha, resplandeciente y hermosa como la luna llena, irrumpió en el claro. Los cazadores aparecieron y le exigieron que la entregara. El príncipe luchó con ellos y los derrotó, pero resultó mortalmente herido. Antes de desmayarse en brazos de la muchacha, lamentó no haber podido salvar a su madre.
» Despertó ileso junto a un estanque. La felicidad le inundó al descubrir a su lado a la muchacha, coronada de estrellas. El príncipe le explicó su búsqueda y le preguntó si sabía del paradero del lempu. Ella, que ya lo amaba, le habló del ciclo de la vida, del necesario tránsito de la vejez a la muerte, pero el príncipe endureció su corazón y no quiso escucharla. La muchacha se despidió entre lágrimas y le rogó que regresara la noche siguiente. El príncipe así lo hizo; el estanque estaba desierto salvo por un cofrecito de madera bajo el claro de luna. No buscó a la muchacha y mientras se alejaba deprisa, el bosque se marchitaba a su espalda.
» Al llegar al reino los pendones negros le anticiparon la noticia. Lloró sobre su madre muerta mientras repetía sin cesar: “Ahora sé que yo también la amaba, y la perdí para siempre”. Todos pensaron que se refería a la reina.
—Anciano, ¿qué fue del príncipe? —interrumpió un mozalbete.
El cuentacuentos tardó en contestar, y había lágrimas en sus ojos cuando habló por fin:
—Enloquecido, huyó muy lejos y arrojó el lempu al océano en el convencimiento de había sido el culpable de tanto dolor. Por su cercanía al objeto sagrado está condenado a una larga vida, y rogará hasta el final de sus días para que la muchacha de luz de luna muriera creyendo que él no era consciente de la elección que hizo.
Fin de
El lempu
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