Un microrrelato ambientado en la infancia, esa época en que las más aterradoras experiencias pueden revestirse de misterio y belleza, dejando huella en la arcilla blanda de nuestro espíritu.
Mourning House provocaba escalofríos incluso a la radiante luz del mediodía. Aproximarse a la mansión al anochecer, y más aún si amenazaba tormenta, transformaba los escalofríos en franco terror. Sin embargo, ejercía sobre nosotros una atracción tan innegable como difícil de explicar, incluso ahora, tantos años después. Se alzaba en medio del páramo, a media milla del viejo estanque, flanqueada por dos robles centenarios que sobrepasaban al tejado semiderruido y cuyas ramas perforaban los ojos vacíos de la casa. Éramos niños, y colarnos en su interior constituía nuestro rito de iniciación. Recuerdo mi primera vez. La atmósfera, saturada de polvo y humedad, hacía difícil tragar saliva y hasta respirar. El silencio se rompió en mil crujidos y el lamento del viento me envolvió. Pasé de la penumbra a la oscuridad como si creciera desde el interior de mis ojos. Avancé a tientas contra las paredes, que parecían latir. Con un trofeo que demostraba mi incursión, corrí hacia la salida. Regresamos muchas veces a Mourning House, hasta que un buen día dejamos de ir. Nunca reconocimos que fue después de que Hugh, el mayor de nosotros, dijera haber visto a una niña en lo alto de la escalera.
Fin de Mourning House: la casa de los lamentos.
Si quieres leer su relato encadenado: Jolly house
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