La juventud y la madurez, el idealismo y la experiencia, la ira y la paz. ¿Son entidades reales o solo metáforas con las que pretendemos capturar lo inexplicable? En todo caso, están condenadas a entenderse, aunque para ello siempre haya que pagar un precio, que es solo otra metáfora. Quizás también lo sea la Navidad.
El villancico se oyó más fuerte al apagar el motor.
“En la noche de la Nochebuena
Bajo las estrellas por la madrugá”.[1]
—Gringo imperialista de mierda.
Manuel pronunció las palabras en voz baja, pero claramente audibles para su tío Carlos, sentado al volante, a pesar de la música. El policía de mayor edad se dirigió directamente a la parte trasera de la camioneta frigorífica. Mientras, el más joven escupió el chicle y golpeó la ventanilla con impaciencia.
Manuel le dirigió una mirada llena de odio y deslizó la mano hacia el bolsillo interior de la camisa.
Su tío le sujetó el brazo.
—Es solo un control rutinario. Si no perdemos la calma todo irá bien.
Sintió un escalofrío. No era posible que supiera lo que llevaba en el bolsillo. Era solo que el hermano de su madre siempre había sido un cobarde. A duras penas conseguía pasar dos docenas al mes. Y eso le parecía un éxito. Menos mal que Manuel estaba aquí para enseñarle cómo se hacían las cosas. El villancico continuaba sonando.
“Una senda con polvo de estrellas
Por entre los montes conduce a Belén”.
—La documentación, amigo —dijo el policía sin quitarse las gafas de sol, y ordenándole apagar la música.
Hablaba en inglés, pero pronunció amigo en español. Aparentaba unos veinticinco años, llevaba la cabeza cubierta con un sombrero de ala ancha, el cabello negro muy corto y una sonrisa de asco instalada en el rostro.
Carlos le entregó los papeles musitando unas palabras de cortesía. Que si hacía muy buen tiempo para esta época del año, que de seguir así el día siguiente, Navidad, sería espléndido, que le deseaba una noche feliz en compañía de su familia, y otras cosas por el estilo. Manuel, a su lado, hervía de rabia contenida.
—¿Qué tal ahí atrás? —le gritó el policía a su compañero, sin levantar la vista de la documentación e ignorando las palabras de Carlos.
A través de la quietud del aire del desierto les llegó con claridad el sonido de un chorro de agua cayendo en la calzada. Unos segundos después el policía de mayor edad apareció subiéndose la bragueta. Era rubio, de ojos azules, y debía tener los cincuenta y algo, aunque era probable que la notoria barriga le hiciese parecer mayor. El policía joven soltó una carcajada.
—Todo en orden. Aunque mi agüita amarilla puede que haya aumentado un poco la temperatura de los congelados —dijo en inglés.
El policía del pelo negro se puso serio de repente.
—Espera, no puedes haber revisado el contenido en tan poco tiempo.
—Johnny, ¿vas a enseñar a tu tío a hacer su trabajo?
—Yo solo quiero que revisemos la cámara frigorífica. No sería la primera vez que…
—Escucha —le interrumpió el de la barriga—. Estos chicanos de mierda no van a estropearme la tarde de Nochebuena, ¿entendido? A ver, tú, el del volante,¿cómo te llamabas?
—Carlos, mi don, para servirle a usted y a su familia.
El policía joven se quitó las gafas a la velocidad del rayo y pegó su cara a la del mejicano.
—Sal inmediatamente del vehículo. ¿Cómo te atreves a dirigirte así a un policía de Nuevo México?
Manuel se revolvió en el asiento, pero una vez más su tío lo refrenó y salió de la camioneta.
—No he querido ofenderle —tartamudeó Carlos sin levantar la vista de sus zapatos.
—Eso lo decidiré yo. Ahora vas a abrir la cámara y le echaremos un vistazo a tus pavos rellenos —dijo Johnny leyendo la declaración de mercancías.
—El pobre diablo no quería tutearme. Ha sido casualidad —intervino el de más edad.
—Pero tío Donald, no podemos permitir que nos traten de esta manera.
—Basta. Los hispanos utilizan don como título de respeto. En cuanto a este tipo, es un carnicero de Ciudad Juárez[2] que viaja a Socorro[3] un par de veces al mes, desde hace muchos años. Si fuera otro día, registraríamos hasta el último rincón de la camioneta, solo para cumplir las normas, y la única camisa mojada[4] que encontraríamos sería la que lleva puesta. Pero hoy es Nochebuena, y lo último que me apetece es rellenar una pila de informes inútiles. Además, tu tía May necesita que la ayude con el asado y no le haría ni pizca de gracia que llegara tarde a casa.
Johnny dudó todavía un instante, pero al final sacudió la cabeza y se dirigió al coche patrulla. El tal Donald se puso las gafas de sol, se caló el sombrero e hizo ademán de devolverle la documentación a Carlos, pero cuando este alargó la mano, el policía retiró la suya.
—Por esta vez no te haré desmontar tu apestosa camioneta —dijo en voz alta y en español, aunque con marcado acento—, pero la próxima vez más te vale tenerlo todo en orden, o te las verás conmigo.
Dicho lo cual, lanzó la documentación al suelo, y arropado por las carcajadas del policía joven que no perdía detalle, se introdujo en el coche.
* * * * *
Anochecía. Las primeras estrellas parpadeaban tímidas por sobre las lomas orientales. A Carlos, después de tantos años, le seguía fascinando la belleza sin adornos del desierto. Habitualmente disfrutaba en silencio de esa parte del recorrido, cerca ya del final del viaje para él, pero de un nuevo comienzo para la media docena de personas que llevaba atrás. Le hacía sentirse como un rey mago que ofertara esperanza en lugar de incienso y mirra. No tenía hijos, y amaba a su único sobrino como si lo fuera. Manuel era un idealista, con el ímpetu y la impaciencia propios de la juventud. Durante el primer año en la universidad había participado en todas las protestas y conocía los calabozos de las comisarías de medio México. Su madre estaba muy preocupada por su deriva violenta, y le pidió que intentara apaciguarlo, mostrarle otras formas de luchar contra la injusticia. Carlos estaba convencido de que su sobrino era un buen chico, que solo necesitaba sacarse de dentro toda aquella ira.
—Con que era una ruta segura, ¿eh? —dijo Manuel rompiendo el hechizo de la noche y el desierto—. ¿No se suponía que ese tal coyote nos avisaría de los controles?
Por toda respuesta, Carlos le señaló un nuevo mensaje en la pantalla del móvil.
—El coyote dice que tomemos el próximo desvío.
—¿Vas a fiarte de él?
—No me ha fallado nunca en todos estos años.
—Antes nos hemos salvado gracias a que ese gringo barrigudo tenía prisa por llegar a casa. Ese cerdo te insultó, incluso nos orinó, y tú te quedaste tan tranquilo. ¿Es que no tienes sangre en las venas?
Continuaron el viaje en silencio. Manuel ardía de rabia. Los viejos como su tío estaban acabados, no querían aceptar que los grandes cambios siempre necesitaban un tributo de violencia y sangre. No había otro modo. Los jóvenes como él tomarían el relevo y pagarían el precio.
Carlos abandonó la carretera, apagó las luces y condujo por un camino de tierra hasta que un nuevo mensaje del coyote le indicó que se detuviera. Un todo terreno con las luces apagadas avanzó hasta ellos. El corazón de Manuel galopaba a mil por hora.
La puerta del todo terreno se abrió y la parca iluminación fue suficiente para que Manuel reconociera al policía rubio y gordo de antes, que vestía de paisano. Así que al final los había atrapado. No, él no era un pusilánime como su tío, y no iba a quedarse quieto. Con un alarido, Manuel saltó de la camioneta empuñando una pistola. Su tío le gritó que se detuviera, y el policía levantó las manos.
—Gringo imperialista de mierda —gritó y le vació el cargador en el pecho.
Cuando se apagó el eco de los disparos, de la parte trasera de la camioneta se alzó un mar de lamentos. En la lejanía, los coyotes unieron sus aullidos a los sollozos de Carlos, arrodillado junto al policía que respiraba con dificultad apoyado contra una rueda.
—Maldito estúpido —le gritó a su sobrino—. Él era el coyote. Nos ha salvado todo el tiempo.
Manuel dejó caer el arma y se echó las manos a la cabeza.
—No, amigo —dijo el policía en un susurro, en español, con su acento de gringo, deteniendo a Carlos que estaba llamando a Emergencias—. Yo estoy acabado. Debéis iros.
—Don, lo siento. El chico no es malo, solo está confundido. Yo no sabía que tenía una pistola.
Donald intentó hablar, pero tosió sangre.
—Lo sé, amigo. Tiene miedo y está enfadado —consiguió decir entre estertores—. Siento lo de esta tarde, mi sobrino, Johnny, se empeñó, habría sospechado si no os hubiéramos parado. La canción que sonaba, sabes que me gusta mucho.
Donald intentó una sonrisa pero tosió de nuevo, con menos fuerza, antes de continuar.
—Debéis iros. Esto se llenará de policía. Buena suerte, amigo.
Carlos lo besó en la frente y arrastró a Manuel, que deambulaba de un lado a otro tirándose de los cabellos, de vuelta a la camioneta. Arrancó el motor y se alejó a toda velocidad.
El policía solo pudo proporcionarles un par de minutos. Cuando sintió que era el fin, hizo la última llamada.
—Oficial de policía herido. Me ha disparado un individuo blanco, rubio, de ojos azules. Se ha dado a la fuga en un Cadillac matrícula de Nueva York.
Desde la central le pidieron que repitiera la descripción del sospechoso, pero solo oyeron el ruido del teléfono al caer.
* * * * *
Carlos condujo entre lágrimas por las calles de Socorro. La canción le desgarraba por dentro, pero no quiso dejar de escucharla hasta que la camioneta frigorífica estuvo a salvo en el garaje.
“Esta noche que Dios ha nacido
La gloria del cielo brilla mucho más
Y en la tierra se abre un camino
Pa todos los hombres que anhelan la paz”
Fin de
Una senda con polvo de estrellas
[1] Los Campanilleros de Navidad: villancico de Manolo Escobar. Escuchar en Spotify.
[2] Ciudad Juárez: primera población de México pasada la frontera de los EEUU.
[3] Socorro: población de Nuevo México, a 300 km de la frontera con México.
[4] Camisa mojada: nombre peyorativo que dan en los EEUU a los inmigrantes ilegales mexicanos.