
Los peces en el río[1]
Hay personas que persiguen un sueño desde muy pequeñas. La cocina de la vida nos enseña que detrás de un buen guiso hay siempre mucho tiempo y esfuerzo, que hay cosas que debemos estar dispuestos a hacer antes de emplatar. Muchas personas no lo aceptan y renuncian a su sueño. Pero algunas, llegado el momento de la verdad, aprietan los puños y saltan al vacío, seguros de que el secreto está en la salsa.
Jordi Esquinat i Somport siempre había soñado con asistir al cóctel de navidad de La Pinta d’argent[2],referencia gastronómica obligada de la capital, del país y, según algunos críticos, del mundo entero en los últimos cuarenta años.
Desde muy niño obligaba a sus hermanas a probar sus creaciones, y cuando le preguntaban lo quesería de mayor, siempre respondía que ayudante del chef Esteve, propietario de La Pinta d’argent. Para consternación de su padre, presidente de un influyente bufete de abogados, aquella fantasía infantil no se desvaneció al crecer, sino todo lo contrario. Intentó por todos los medios torcer su voluntad, pero al final tuvo que resignarse a que su hijo no siguiera la tradición familiar de la abogacía.
El día que entró en la escuela de restauración intentó, a su manera, reconciliarse con su hijo. Le dijo que cuando se desencantara del jueguecito de los pucheros, cuando hubiera recuperado la cordura y la ambición y reconociera su error, lo recibiría con los brazos abiertos y utilizaría su influencia para que lo aceptaran en la facultad de derecho. Los años de cruento enfrentamiento habían derribado los puentes entre ellos dos y Jordi lo insultó, lo llamó antiguo, y fascista, y todo lo que se le ocurrió que podía ofenderlo. Le juró que triunfaría y le dijo que no quería volver a verlo.
El cóctel de nochebuena de La Pinta d’argent era una leyenda. Desde hacía cuarenta años el restaurante permanecía cerrado durante las fiestas para que el personal acompañara a sus familias. El día antes de navidad, el chef Esteve y su ayudante se encerraban en la cocina y preparaban las exquisiteces que ofrecerían a las seis de la tarde a los trabajadores. Todos lo años era elegido un miembro de la plantilla para ayudar a los dos cocineros, pero nunca antes el honor había recaído en alguien tan joven.
Jordi había vivido en una nube desde que Manolo, el ayudante del chef, fuera a buscarlo a la escuela de restauración. Le dijo que estaba impresionado por sus progresos y lo invitó a enrolarse en La Pinta d’argent. Manolo procedía de un pueblo de pescadores de la costa de Andalucía y gustaba de emplear esa terminología marinera. Tras un año en los fogones del templo gastronómico, el balance era extraordinario. A pesar de que el duro trabajo diario había matizado el entusiasmo inicial, seguía sin conocer la rutina y la sensación de maravilla se mantenía intacta. Jordi disfrutaba y aprendía sin parar, sobre todo al lado de Manolo, que muy rara vez salía de la cocina. Esteve, en cambio, pasaba la mayor parte del tiempo viajando, dando conferencias, participando en programas de televisión, o recibiendo premios. Era la cara visible de La Pinta d’argent y para los que desconocían el mundo de la gastronomía, el único responsable del éxito del restaurante.
Los dos cocineros no podían ser más distintos, y en ellos los estereotipos asociados a su lugar de origen parecían estar intercambiados. Esteve tenía sesenta años, era ingenioso, brillante, y derrochaba tanta energía y simpatía que resultaba imposible no adorarlo desde el primer instante. Además, sus intereses iban mucho más allá de la cocina. Un crítico se había referido a él como el Leonardo da Vinci de la gastronomía, y Esteve no ocultaba lo mucho que le agradaba ese apelativo.
Manolo en cambio, era taciturno, tímido, solo sabía de fogones y platos, y fuera de su medio se comportaba como pez fuera del agua. Sin embargo, en la cocina, era el rey. Su pasión por la gastronomía y su capacidad de trabajo, a sus ochenta años de edad, eran imposibles de igualar. Aborrecía las bromas, y no toleraba la más mínima distracción cuando se cocinaba, ni en él ni en nadie. A Jordi le indignaba que se refirieran a Manolo como el ayudante, pero a él no parecía importarle. Poseía el secreto de la fritura andaluza, verdadero plato insignia de La Pinta d’argent, y el único que permanecía después de cada renovación de la carta. Solo se sabía que era una receta secreta de su familia desde hacía generaciones. Cuando le señalaban su edad y que no tenía hijos, contestaba invariablemente que aún no había encontrado a la persona adecuada para transmitirle la fórmula.
Esteve llevaba intentando sonsacarle el secreto de la fritura desde que descubrió a Manolo en un local de una capital de provincia de Andalucía oriental, al pie de montañas de nieves perpétuas, y recordárselo era una forma segura de provocar la ira del Leonardo da Vinci de la gastronomía. Por supuesto, era un tema tabú entre el personal cuando alguno de los dos cocineros estaba presente, y el tema estrella a sus espaldas.
Había sido un año intenso para Jordi, y quería pensar que su trabajo era apreciado, sobre todo por Manolo, pero nunca habría esperado ser el elegido para hacer de pinche de aquellos divos de la cocina. Casi no pudo dormir, y a las seis de la mañana se plantó ante la puerta del restaurante. Quería asegurarse de ser el primero. No pudo acceder al interior hasta que llegó el chef Esteve con la llave, pasado el mediodía. Cuando entraron en la cocina Manolo ya estaba allí, rodeado de ollas humeantes, como si no se hubiera marchado a casa.
—Llegas tarde —dijo mirando al chef, sin acritud, constatando un hecho.
De inmediato asignó las tareas a cada uno, y enseguida el rítmico repiqueteo de los cuchillos y el borboteo de los pucheros compusieron la sinfonía habitual.
—Me gustaría saber lo que opina del cóctel nuestra joven promesa —dijo Esteve transcurridos unos minutos.
Jordi, que regresaba de uno de los viajes a la cámara frigorífica, no supo qué decir.
—No distraigas al muchacho —contestó por él Manolo, mientras probaba el punto de jengibre de un caldo—. Es bueno mantener las tradiciones.
El chef no replicó, pero al cabo del rato contraatacó.
—Chico, ¿sabes cuánto dinero dejamos de ingresar por cerrar durante las navidades? Por no hablar de la pérdida de presencia mediática que comporta.
Esta vez Jordi ya sabía que no se esperaba de él que respondiera. En realidad se trataba de una conversación entre los dos cocineros.
—El prestigio no se mide en dinero, y en cuanto a los medios, esos concursos con presentadoras escotadas a los que tanto te gusta acudir desmerecen nuestro arte.
En su siguiente encargo en la cámara frigorífica, Jordi se demoró algo más de lo necesario, incómodo por lo que estaba presenciando. Ninguno de los cocineros pareció reparar en su tardanza, ocupados en lanzarse pullas el uno al otro, que aunque amortiguadas, le llegaban con claridad.
—Qué sabrás tú de presentadoras ni de concursos. Si no hubiera sido por mí aún seguirías en aquel antro de Granada del que te rescaté. Podrías mostrar un poco de agradecimiento.
—No he sido yo el más beneficiado por nuestra asociación. No puedes quejarte.
—¿Tan difícil es encontrar un rape? —dijo Esteve—. Ya te dije que ese chico no es tan espabilado como decías. No entiendo porqué lo elegiste para ayudarnos. Por si no fuera suficiente pasar la mañana cocinando para esa patulea que te empeñas en llamar familia, tengo que sufrir a un pinche torpe merodeando a mi alrededor.
Jordi sintió como si un cuchillo afilado le cortara en juliana el corazón.
—El muchacho tiene un don, y si fueras el mismo de antes, tú también sabrías reconocerlo.
—Estoy harto de tus ínfulas de superioridad, don sabelotodo. Te crees el guardián de los arcanos de la gastronomía, y en realidad estás acabado, aunque aún no lo sepas. Pensaba anunciarlo durante el cóctel, delante de todos, pero ahora voy a decírtelo. Voy a transformar a La Pinta d’argent en el mejor restaurante vegano del mundo. Se acabó lo de ofrecer cadáveres de animales.
Manolo estuvo a punto de cortarse con el cuchillo por primera vez en muchos años. Jordi sintió que se quedaba sin aliento.
—Y por supuesto, eso incluye a tu vulgar fritura de pescado.
—No puedes hacer eso. El restaurante es de los dos.
—Siempre fuiste un ingenuo. Nunca te has leído los documentos que firmabas. Me entregaste tu mitad de La Pinta d’argent hace mucho tiempo.
El chef Esteve removió el contenido de una olla mientras tarareaba un villancico andaluz que aborrecía. Era el villancico favorito de Manolo.
“La virgen se está peinando
Entre cortina y cortina
Sus cabellos son de oro
Y el peine de plata fina”.
—Me siento generoso —dijo Esteve de súbito—. A tu edad, y sin trabajo, vas a necesitar dinero. Estoy dispuesto a comprarte la receta del rebozado, por los viejos tiempos. Piénsalo. Qué desastre de pinche. El caldo se está pasando, necesito ya el rape.
El chef se dirigió a la cámara frigorífica, y lamentó no encontrar a Jordi en el interior, pues pensaba echarle una buena reprimenda. Estaba seleccionando un rape en el fondo de la cámara, cuando un picor en la nuca le hizo mirar hacia la entrada. Allí estaba Jordi, con el rostro lívido y la respiración entrecortada. Fue lo último que Esteve vio antes de que la puerta se cerrara con un estampido ominoso y se apagara la luz.
Manolo permanecía con los hombros hundidos, y la mirada fija en el pulpo a medio cortar. Todos los años parecían haberle caído encima de golpe. Alzó la vista al oír que alguien carraspeaba.
—He cerrado por fuera, y he bajado la temperatura al mínimo —dijo Jordi— . Si no estás de acuerdo, entenderé que le dejes salir.
Manolo lo miró con admiración. No se había equivocado con el chico. Llegaría lejos.
—Así está bien. Ahora hay trabajo por hacer y después del cóctel tendremos que quedarnos limpiando hasta tarde. Faltan solo un par de horas antes de que lleguen los invitados. Todo debe estar perfecto.
Luego, Manolo se ajustó el delantal y acabó de cortar el pulpo. Mientras, Jordi seleccionó una aplicación en el móvil y la música empezó a sonar.
“Pero mira como beben
Los peces en el río
Pero mira como beben
Por ver a Dios nacido
Beben y beben y vuelven a beber
Los peces en el río
Por ver a Dios nacer”
Manolo estaba convencido, había encontrado a la persona adecuada para transmitirle la fórmula.
Fin de
Los peces en el río
[1] Los peces en el río: villancico popular andaluz.
[2] La Pinta d’argent: el peine de plata, en catalán.