Oh, Tannenbaum/ oh, árbol de Navidad (Crónicas del Grinch II, 9)

Golden sands and dunes of the desert. Mongolia.

El abeto de Navidad[1]

Enloquecidos por algún espíritu travieso, jugamos a la guerra desde el amanecer de los tiempos. La sangre de nuestros compañeros empapa la arena, mientras viajamos de un oasis a otro, convencidos de que es la única forma de hacerlos florecer en medio del desierto. A veces, al llegar al oasis, descubrimos que era solo un espejismo. ¿Un abeto en medio de las dunas? Imposible.

Aquellos rumis[2] estaban locos. Todos ellos. Alemanes y británicos por igual. Locos como poseídos por djinns. Podía entender que la fecha, víspera de Navidad, tan especial para ellos, los alterara. Pero parecían haber olvidado que estaban en guerra, y que solo unos minutos antes estaban dispuestos a matarse sin piedad.

Abdul tenía dieciocho años, y llevaba los dos últimos alistado con los alemanes, desde que la guerra que incendiaba Europa se propagara al norte de África. Los italianos no pudieron resistir al octavo ejército británico y Hitler tuvo que enviar en su ayuda al mariscal de campo Erwing Rommel y su Afrika Korps. Abdhul lo vio por primera vez en la batalla de El Agheila[3]. El zorro del desierto estaba erguido sobre un tanque, impávido ante el zumbido de la metralla y el resonar de las explosiones, como un dios nórdico.  En aquella ocasión la victoria fue para los alemanes.

Al principio, mientras el Afrika Korps mantuvo su fulgurante avance hacia Egipto, parecía que estaba en el bando ganador. El jeque Solomon ben Gaal había proporcionado a sus hijos una educación occidental y los repartió entre los colosos europeos. Su hermano Alí, como primogénito, eligió primero y entró al servicio de los británicos. Cuando parecía imparable, el Afrika Korps se detuvo a las puertas de Egipto por falta de suministros. Durante el siguiente año, británicos y alemanes jugaron al gato y al ratón, alternándose los papeles, hasta la decisiva batalla de El Alamein[4], en noviembre de 1942. Allí el general Bernard L. Montgomery, al mando del Octavo ejército, derrotó al Afrika Korps de Rommel. La marea de la guerra había cambiado y los alemanes se retiraron a lo largo de la costa de Libia perseguidos por la 4ª Brigada Acorazada Ligera.

—Abdhul, ¿ves lo mismo que yo en aquella duna?

El cabo Klaus Chum le ofreció los prismáticos con una sonrisa triunfal.  No había luna, y un cielo limpio de nubes resplandecía a intervalos por el fuego antiaéreo y las explosiones. Cuando otros soldados alemanes fanfarroneaban diciendo que Londres había vivido un año bajo auténticos bombardeos, y no aquel petardeo de feria que la RAF lanzaba contra ellos, Abdhul no decía nada, pero sabía que Inglaterra no había caído y ahora ellos huían de los británicos.

Forzó la vista y distinguió los restos de un contenedor de transporte esparcidos por la arena.

—Muy bien —dijo el cabo Chum girándose hacia el resto del malogrado pelotón—.  Yo digo que hagamos lo que hemos venido a hacer. Y ahora yo estoy al mando.

El teniente Weissen había comandado un pelotón de diez hombres con la misión de arrebatarles suministros a los británicos. La navy y la RAF copaban mar y cielo, y a estas alturas de la retirada casi no les quedaba combustible. Avanzaron entre las líneas enemigas sin ser descubiertos, hasta que presenciaron como un transporte pesado de la RAF era alcanzado y perdía altitud. Klaus fue el único que aseguró haber visto como se desprendía el contenedor que llevaba, antes de estrellarse y estallar. El teniente lo creyó, y partieron en su búsqueda, pero una patrulla británica los descubrió y a pesar de que lograron eliminarla, en el enfrentamiento fallecieron el teniente y la mitad de los hombres.

—No estoy de acuerdo —dijo un soldado llamado Hans—. La explosión del avión y los disparos atraerán más patrullas. Deberíamos regresar.

Klaus le dijo que el teniente y los demás no podían haber muerto en vano. Hans insistió en que después de la caída no podía quedar nada en buenas condiciones. El cabo zanjó la discusión diciendo que eso no lo sabrían hasta que examinaran los restos.

El contenido parecía constar solo de bebidas y alimentos navideños, todo ello destrozado. Abdhul encontró una caja de madera de casi dos metros, con un cartel en el que podía leerse “De parte de sus hombres, con respeto y agradecimiento. Entregar en persona al teniente general Bernard L. Montgomery. 4ª Brigada Acorazada Ligera. Octavo ejército. Desierto de Libia”. Llamó a los demás y, sin mediar palabra, como hechizados, los cinco hombres retiraron la tapa y se apartaron. Los soldados guardaron un silencio reverencial durante unos minutos, mirándose a los ojos como si quisieran confirmar que no soñaban. Abdhul fue el primero en salir del trance.

—Es el árbol más bonito que he visto nunca —dijo expresando en voz alta lo que todos pensaban, aunque los otros tuvieran mucha más experiencia que él.

Ante ellos se hallaba un abeto de casi dos metros, sin adornos, con las agujas de un verde intenso a la luz de las estrellas. El cabo Chum ordenó a Hans que acercara el vehículo y a los demás que recogieran cualquier cosa que pudiera aprovecharse. Abdhul regresó con un balón de fútbol dentro de una caja de cartón. Estaba intacto.

Mientras Klaus abría la boca con incredulidad, un silbido rasgó el aire nocturno. Lo siguió un estruendo y el vehículo que conducía Hans saltó por los aires envuelto en llamas. Los alemanes se lanzaron al suelo. Abdhul nunca sabría explicar lo que hizo. Sin duda un djinn[5] lo había poseído. Con la boca llena de arena, empezó a gritar y su voz se elevó por encima del tableteo de las ametralladoras.

—Alto el fuego. Vais a darle al árbol.

Los disparos callaron. Por supuesto, nadie se levantó del suelo. Una voz con acento inglés les ordenó que tiraran las armas y salieran con las manos en alto. En respuesta, Klaus se arrastró hasta detrás de la caja del abeto y los demás lo siguieron.

—Malditos Tommies[6], venid a buscarnos si os atrevéis.

Los minutos transcurrieron sin que sonara un disparo. Viniendo de más allá del círculo de luz de las llamas, apareció un soldado con una bandera blanca. Antes de que hablara, Abdhul corrió hacia él y lo abrazó. Era su hermano. Traía una propuesta de su capitán. Les daba su palabra de honor de que los dejarían marchar y no los perseguirían, siempre que dejaran el abeto.

—Tus ingleses están locos, hermano.

Alí le dijo que era probable, y que serían pocos los que acabaran la guerra cuerdos, en los dos bandos. Abdhul le trasladó la delirante oferta a Klaus.

—Ni hablar. Solo nos iremos con el abeto —fue la respuesta del cabo.

Y ahora volvemos al inicio del relato, cuando Abdhul reflexiona que los rumis, tanto ingleses como alemanes están todos locos.

Así que el capitán John Smith y el cabo Klaus Chum se reunieron sin intermediarios. Smith se disculpó por la muerte del soldado Hans, y Chum se lo agradeció en nombre de la familia del finado. Eran gajes de la guerra. Después de intercambiar cigarrillos y buenos deseos navideños, John explicó que el árbol era un regalo sorpresa del regimiento para Monty[7], y que ni se imaginaba lo que les había costado conseguir todos los permisos. Klaus le dijo que se hacía cargo, pero que él había perdido al teniente Weissen, y a cinco hombres, a seis contando a Hans, y que no podía regresar con las manos vacías. Lo consideraba una compensación.

El capitán Smith le encendió otro cigarrillo mientras le afeaba que ellos también habían perdido una patrulla de buenos ingleses. Vino entonces una corta negociación en la que el británico le ofreció tabaco, comida alemana que habían interceptado, e incluso combustible a cambio del árbol. El cabo Chum dio una última calada y tiró la colilla a la arena.

—Mira, John, te seré sincero. Antes le metería fuego a ese magnífico abeto, que dejar que adornara vuestra Navidad. Lo siento.

El británico le dijo que lo comprendía, que él haría lo mismo en su lugar, pero que no veía una solución satisfactoria. Por supuesto, cortarlo en dos estaba descartado. Abdhul, aburrido de tanta cháchara, se entretenía haciendo malabarismos con el balón de fútbol. Los dos soldados se miraron y luego lo miraron a él.

El abeto sería para el vencedor. Se pusieron de acuerdo en las reglas y la duración del partido. Los hermanos harían de árbitros, al fin y al cabo ellos eran Libios y de alguna manera, neutrales. Hubo que resolver un pequeño escollo. Los británicos, como inventores del fútbol, y en aras del fair play, exigían darles goles de ventaja a los alemanes, para que tuvieran alguna posibilidad. Klaus y los suyos se negaron indignados y se inició el partido con el marcador cero a cero.

Los británicos eran muchos más, y los que no jugaban se repartieron en dos grupos para animar a los dos equipos. En los descansos, la camaradería imperaba, y los británicos llegaron a entonar una canción en homenaje al fallecido Hans. Hubo un sargento de York que incluso lloró.

El ambiente solo se vio empañado cuando Abdhul insistió en querer jugar. Lo de árbitro no era lo suyo. Todos simpatizaron con la juventud del muchacho, y se le permitió jugar unos minutos con ambos equipos.

El partido estaba en lo más disputado, con empate en el marcador, cuando el sonido de las explosiones y la metralla puso en fuga a los británicos. Alí ni siquiera tuvo tiempo de despedirse de su hermano.

Un rugido ensordecedor se apoderó del amanecer del día de Navidad, y los vehículos acorazados llovieron de las dunas. La mayoría pasaron de largo, en persecución de los británicos, pero uno de ellos se detuvo y de él se apeó el mismísimo Erwing Rommel. Con mirada experta observó los cuerpos sin vida de los soldados alemanes. Habían sido abatidos por el fuego amigo. El zorro del desierto conocía el nombre de todos ellos. Se inclinó junto a Abdhul, que comprimía la herida del capitán John Smith. El goleador de los ingleses tenía el vientre destrozado y empalidecía por momentos. La arena se teñía de rojo bajo su cuerpo.

—Eres Abdhul, ¿verdad?

—Sí, mi mariscal de campo —contestó el muchacho mordiéndose los labios para no llorar ante su héroe.

—Esa herida es muy fea, capitán —dijo Rommel—. No voy a engañarle.

—Se lo agradezco, general —balbuceó John Smith entre espumarajos—. son gajes de la guerra.

El zorro del desierto, con un pie en el vehículo motorizado, se dirigió una vez más al árabe.

—Muchacho, ¿puede saberse qué hacíais aquí exactamente?

Abdhul señaló hacia el contenedor, pero donde había estado el abeto solo se veía el cráter enorme de un obús. No sabía qué decir, y se echó a llorar.

—No importa. Llorar no es malo. Quiero decirte una cosa, Abdhul. Cuando escuches que la sangre de las personas fertiliza la tierra, no hagas caso. Es nuestro sudor el que lo hace. Ahora discúlpame, tengo que jugar a esta guerra de locos hasta el final. Y se marchó.

“Oh Tannenbaum, oh Tannenbaum[8],

Wie grün sind deine Blätter.

Oh Tannenbaum, oh Tannenbaum,

Wie treu sind deine Blätter.

 

Du grünst nicht nur zur Sommerzeit,

nein auch im Winter wenn es schneit.

Oh Tannenbaum, oh Tannenbaum,

Wie treu sind deine Blätter”.

Fin de

Oh, Tannenbaum

[1] Oh, Tannenbaum/ Oh, árbol de Navidad: famoso villancico alemán que alaba el verde perenne de las hojas del abeto, su fidelidad como promesa del retorno de la vida y el buen tiempo después del invierno.

[2] Rumis: apelativo que daban en el mundo islámico a los habitantes de Bizancio, al que denominaban Rûm, “tierra de los Romanos”, y por extensión a todos los cristianos.

[3] El Agheila: población entre Bengasi y Trípoli, en Libia. Fue el escenario de dos batallas. La primera dio comienzo a la victoriosa campaña de Rommel en el norte de África. Tras ser derrotado en la segunda, dos años más tarde, el zorro del desierto huyó hacia Túnez perseguido por Montgomery.

[4] La segunda batalla de El Alamein (23 oct.1942-23 nov. 1942)  significó el punto de inflexión en la campaña del Norte de África, y el inicio del fin de Rommel.

[5] Djinn: espíritu del desierto.

[6] Tommies: apodo que daban los alemanes a los soldados británicos. A su vez, ellos llamaban bosches a los alemanes.

[7] Monty: diminutivo cariñoso con el que sus hombres se referían al general Montgomery.

[8] Oh abeto, oh abeto/ Qué verdes son tus hojas. /Oh abeto, oh abeto, / qué fieles son tus hojas/ Tú no estás verde solo en verano,/ sino también en invierno cuando nieva./ oh abeto, oh abeto, qué fieles son tus hojas.

Hace pocos días, los escritores del blog Las crónicas del otro mundo, nos recordaron la tregua de navidad de 1914 en las trincheras de la vieja Europa, con su magnífica entrada Noche de Paz. Ha sido su evocadora reflexión la que inspiró a mi djinn interior para escribir este relato.

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