(Despiértame antes de irte[1]/ La pasada Navidad[2])
Los seres humanos nos empecinamos en racionalizarlo todo. Es por eso que nuestra civilización domina a los demás seres vivos del planeta. A veces pienso que estamos embarcados en una huida a ninguna parte, donde lo único que tenemos claro es a donde no queremos volver, como si intentáramos dejar atrás a nuestros sentimientos. Algunas personas no son así.
De repente, las cosas se desplazaban ante sus ojos a velocidad normal. Durante mucho tiempo la realidad había sido algo borroso que sucedía al otro lado de la ventanilla, mientras ella viajaba en un vagón de tren vacío. Le resultó curioso no haber pensado antes en ello. La velocidad había sido la clave todo el tiempo. La mayor parte del largo viaje la sensación fue de placidez. Al principio no, por supuesto. Ella no se lo merecía, no había pedido subirse al tren, ni siquiera había comprado el billete y, sobre todo, no había podido despedirse. Estaba convencida de que todo era un error. Esperó y esperó, pero nunca pasaba el revisor, ni alguien que repartiera auriculares o revistas, ni había otros viajeros. Siempre el mismo telón de fondo borroso al otro lado de la ventanilla. Lo peor eran las paradas, muy frecuentes al comienzo del viaje. Nada más detenerse el tren, ella intentaba bajar, pero no encontraba la forma de hacerlo, como si el vagón fuera interminable.
Así que cambió de estrategia. Cuando la imagen informe de la ventanilla empezaba a condensarse en árboles, casas y coches, sabía que la estación estaba cerca. Se preparaba y antes de que el tren se detuviera por completo, la emprendía a golpes con el cristal, sin parar de gritar. Aquellas personas en el andén debían pensar que estaba loca, pero solo intentaba que alguien la rescatara del tren maldito en el que estaba prisionera. Fueron tiempos de ira. No entendía lo que le pasaba y no quería aceptarlo. Luego, en algún momento, reparó en que la familia que esperaba en el andén era siempre la misma. ¿Qué podía significar?
No tenía otra cosa que hacer así que se dedicó a observarla. Algo le decía que aquella pareja joven y bien parecida era importante para ella. La saludaban sonrientes cada vez que el tren se detenía. Parecían desear subir al vagón a verla. ¿Por qué no lo hacían? Tal vez por la misma desconocida razón por la que ella no podía bajar. Pero no quería pensar en eso, solo conducía a la ira, lo sabía bien y lo había superado. Al menos durante la mayor parte del tiempo. Ya no pensaba en escapar, y aquel exiguo contacto con la vida del otro lado de la ventanilla era todo lo que tenía. Aguardaba las paradas, cada vez más cortas y menos frecuentes, solo para ver a la pareja. Constituían la única distracción en un viaje monótono y sin sentido.
Pasaba la mayor parte del tiempo dormida. Casi nunca soñaba, pero había ocasiones en que le parecía oír un bullicio en el vagón. Alborozada, intuía al hombre joven a su lado, que le hablaba con dulzura. Pero cuando abría los ojos veía la ventanilla indescifrable y el vagón vacío de siempre. A pesar de las decepciones, no deseaba dejar de soñar. Aprendió a disfrutar aquellas ausencias igual que otras personas disfrutan de la presencia de sus seres queridos. Para ella, estaban llenas de un significado que alcanzaba a tocar con la punta de los dedos. Por eso acabó por dormir todo el tiempo entre estaciones. Los sueños y las paradas impidieron que se hundiera en el océano del olvido. Al menos durante un tiempo, porque los sueños se hicieron cada vez más cortos e imprecisos, hasta desaparecer.
Dormía tan profundamente que de no ser por el traqueteo del tren al ponerse en marcha, había ocasiones en que se habría perdido una parada. Al despertar, veía a la joven pareja angustiada, golpeando el cristal desde el exterior, gritándole cosas que no llegaba a entender. El hombre corría al lado del tren hasta que este abandonaba la estación. Del mismo modo inexplicable en que sabía las demás cosas, estaba segura que de no ser por él las paradas serían menos frecuentes, y el cristal de la ventanilla estaría más sucio, y ella no tendría aliciente alguno para estar despierta.
Por supuesto, no era el único en el andén. La mujer siempre lo acompañaba, y a veces había un niño y una niña maravillosos con ellos. Alguna rara vez le pareció descubrir a un hombre con barba que la miraba desde el interior de la estación, sin atreverse a acercarse al tren. Su expresión era de tal pánico y sufrimiento, que le dio pena. También había otras personas, pero su mundo acabó por limitarse a la pareja de la ventanilla, mientras fue posible.
Las paradas se hicieron más cortas y menos frecuentes. Un día, el tren aminoró la velocidad, pero no llegó a detenerse. No se enfadó. Sin saberlo, llevaba tiempo preparándose para aquel momento. Después de eso, ya no hubo más estaciones. También dejó de soñar. Se pasaba las horas con la mirada fija en la ventanilla, tan cubierta de hollín que no distinguía nada. Pero ella sabía que viajaba cada vez más deprisa.
De repente, un día abrió los ojos y la velocidad era normal. El mundo al otro lado del cristal había regresado. Lucía un sol radiante. Contempló las nubes, los pájaros, las hojas de los árboles, los insectos sobre la hierba, con una nitidez que había olvidado. Quiso compartir su alegría con los demás viajeros, porque el vagón estaba a rebosar de gente. Estaban allí sus padres, el esposo al que tanto añoraba, y los amigos y experiencias de toda una vida. El tren se detuvo y ella saltó del asiento impaciente por contárselo a su hijo. Se pondría muy contento.
—Nos detendremos solo cinco minutos, Prudencia.
Así que por fin aparecía el revisor. Tenía muchas preguntas que hacerle, pero tendrían que esperar. Le dijo que necesitaba más tiempo para abrazar a su hijo, y a su nuera, y a sus nietos, pero el revisor la sonrió con ternura y le dijo que él no establecía las normas. Solo tenía cinco minutos.
Lo siguiente que vio Prudencia fue el techo de su habitación. Le sorprendió levantarse sin apenas esfuerzo, como si no pesara. Su hijo dormía en la cama de al lado, igual que tantas noches en los últimos años. Era una buena persona, y como suele sucederle a las buenas personas, había encontrado a una compañera maravillosa para ser la madre de sus hijos, los nietos de Prudencia. Los quería tanto. Se acercó a su hijo y lo besó en la frente, como hacía él cuando se levantaba temprano para ir a la universidad, o a trabajar en el campo. Ella siempre le pedía que la despertara antes de marcharse.
Pero él no despertó, y Prudencia permaneció a su lado resistiéndose a partir. Sin saber cómo, se halló otra vez en el vagón, que al igual que todo el tren, bullía de gente. Por la ventanilla podía ver a su hijo, todavía dormido. Sabía que lo iba a pasar muy mal cuando despertara, y casi se avergonzó por la alegría que ella sentía. Había sido un viaje duro, con momentos de ira y desesperanza, que gracias al cariño de su hijo llegaba ahora a un final feliz.
Muy despacio, con un suave bamboleo, el tren se puso en marcha hacia su última parada.
“Last Christmas, I gave you my heart
But the very next day you gave it away
This year, to save me from tears
I’ll give it to someone special”[3]
Fin de
Despiértame antes de irte.
[1] Wake me up before you go/ Despiértame antes de irte: Esta canción del grupo Wham siempre me ha gustado mucho.
[2] Last Christmas/ La pasada Navidad: Es otra canción de Wham, en la que la referencia a la Navidad es solo la excusa para contarnos una historia de desamor. Paradójicamente, inspiró desde el principio este relato homenaje a una gran historia de amor. Cosas de la musa.
[3] “La pasada Navidad, te entregué mi corazón/ pero al día siguiente lo regalaste/ Este año, para librarme de las lágrimas, se lo daré a alguien especial”. Eso dice la letra de la canción, pero mi tita Prude era una persona maravillosa y muy especial, que nos dejó hace poco, después de padecer durante años de Alzheimer. Ni su hijo, ni yo, queremos librarnos de llorarla.
PS: el hombre con barba que mira a Prudencia desde el interior de la estación, con expresión de pánico, soy yo, aunque supongo que ya lo habíais adivinado. Hace falta mucho coraje y amor para esperar a pie firme en el andén.