Santa cariño[1]
De nada os mortificáis tanto como de los ardores de la carne. Y, por otra parte, nada os gusta más. Por esa chimenea caéis una y otra vez, a menudo rompiéndoos la cabeza. En fin, supongo que está en vuestra naturaleza. No me lo habéis pedido, pero os regalaré un consejo: al final, siempre acabaréis en el suelo, así que procurad disfrutar un poco.
Fernando era joven, atractivo y, por si fuera poco, encantador. Llegó a la oficina en septiembre, pero desde el primer día, las mujeres se lo rifaron. Antes de la cena de navidad se había acostado con la mitad de las empleadas, y solo Lucía, una cincuentona que llevaba toda la vida en la empresa, no había flirteado con él. Podría pensarse que Fernando era un casanova despiadado, pero en realidad nunca había perseguido a las mujeres. Su gran problema era que no sabía decir que no.
Por supuesto, disfrutaba del sexo, y a sus diecinueve años, y con aquel cuerpo perfectamente engrasado, no había fémina, y pocos varones, que no intentaran llevárselo a la cama, o a cualquier otro lugar. A los catorce años una hermana de su madre lo desvirgó, y eso le abrió los ojos. Antes de asistir a la facultad de informática, la totalidad del profesorado femenino del instituto, incluida la directora, le impartieron un curso exhaustivo de prácticas amatorias. Por su puesto, se gradúo con nota. Tuvo también sus flirteos con compañeras de clase, pero en general las chicas de su edad le resultaban aburridas.
Es de justicia señalar que nunca pretendió que sus relaciones con mujeres mayores que él perduraran. Nunca las engañó con promesas de amor eterno. Todo lo contrario. Sus aventuras eran escaramuzas de unas pocas noches, en las que el conquistado era él. Enseguida perdía el interés y sentía la llamada de nuevas tierras inexploradas. Algunas mujeres maduras quisieron domar aquel semental salvaje, y le ofrecieron abandonarlo todo para vivir juntos, pero Fernando salía huyendo. Lo habitual es que las relaciones acabaran antes de que se produjeran situaciones desagradables.
La cena de navidad de aquel año tenía un aliciente especial para los empleados. Isabel, la esposa del jefe, era aficionada a los jovencitos, por decirlo de manera elegante, y tenía una larga lista de conquistas a sus espaldas. Por supuesto, su marido aparentaba estar ciego, pero todos sabían que Isabel había puesto sitio al joven becario. Fernando se defendía heroicamente, quería pensar que por prudencia, pero en el fondo le desagradaba que el cornudo de su jefe estuviera en boca de todos. Había algo más, algo que no alcanzaba a identificar. Puede que fuera decencia. El caso es que Isabel, que a sus cincuenta años, exhibía un cuerpo de escándalo y un apetito sexual que no tenía nada que envidiar al de una veinteañera, empezó a frecuentar la oficina, y pasaba el tiempo revoloteando alrededor del pobre becario, que hacía todo lo posible por apartar los ojos de aquel escote y de aquellas caderas. Fernando rechazó una y otra vez las invitaciones, cada vez menos sutiles, para que fuera a su casa a solucionar el problema de sobrecalentamiento de su ordenador portátil, pero se le estaban acabando las excusas y a Isabel la paciencia. ¿Qué iba a hacer cuando el jefe en persona se lo pidiera?
Todos sabían que era solo cuestión de tiempo que sucediera lo inevitable, y organizaron una porra. La mayoría apostó por la noche de la cena de empresa. Era un clásico. La única que no participó en la porra fue Lucía. Nunca lo hacía. Tampoco asistía a la cena, que solía ser una fiesta de disfraces. Fernando acudió vestido de Santa Claus y evitó a la esposa del jefe durante toda la noche. Una vez que se levantó a orinar, Isabel lo siguió y cerró la puerta del servicio. Le dijo que había sido una niña buena y esperaba su regalo a la mañana siguiente, día de nochebuena. Su marido saldría temprano hacia el aeropuerto para despedir a una delegación de empresarios japoneses y no regresaría hasta la tarde. Fernando intentó una última defensa desesperada, pero ella abandonó las sutilezas. Lo denunciaría por violación si no estaba en su casa a las ocho de la mañana.
—Ah, no te olvides el traje de Santa. Me gusta mucho —le dijo antes de regresar a la mesa.
Fernando pasó la noche sin dormir, pero no se le ocurrió cómo librarse de aquella encerrona. No dudaba que Isabel cumpliría su amenaza, y al fin y al cabo solo se trataba de un polvo, no de trabajos forzados. Así que al día siguiente se presentó en su casa. Ella no le dejó tomar ni un café, y cuando estaban acercándose al mítico quinto orgasmo, el marido de Isabel entró hecho una furia en el dormitorio. Al parecer unos mensajes en el móvil, especialmente humillantes, le habían impedido seguir ignorando la actual aventura de su mujer. A punta de pistola, obligó al becario a subir por la chimenea, vestido solo con el gorro de Santa.
Lo siguiente que recordaría Fernando sería despertar en una cama de hospital. Eso y el sueño más extraño que nunca había tenido. El doctor le explicó que se había caído del tejado, y que era normal padecer amnesia. Las pruebas no habían detectado lesiones, pero debía permanecer en observación. Fernando no le contó nada del sueño. Sabía que de hacerlo no le dejarían irse, y eran las dos de la tarde. Le quedaba poco tiempo. El médico intentó convencerlo, pero al final consintió que Fernando firmara el alta voluntaria. El buen doctor insistió en que si vomitaba o tenía alucinaciones, debía acudir a un hospital. Fernando lo prometió, pero estaba convencido de que la ciencia médica no le salvaría la vida. Solo seguir las instrucciones del sueño lo haría.
Lucía le había tratado con amabilidad desde que llegó a la oficina. No hablaba mucho, ni se prodigaba en las conversaciones de café, pero era a ella a quién recurría cuando necesitaba ayuda. Fernando agradecía que no hubiera intentado acostarse con él, y no porque Lucía fuera una cincuentona de físico anodino. Había tenido aventuras con mujeres de la misma edad y mucho menos atractivas. Por alguna razón desconocida, prefería no intimar con ella. Estaba muy ocupado con las demás mujeres de la oficina y no le sobraba el tiempo. Tampoco ahora.
Era el día de nochebuena y tenían vacaciones en la empresa. Consiguió la dirección y se presentó en su casa con la coartada de que pasaba por allí cerca. Lucía no sabía nada del accidente, y lo invitó a tomar un café. Para Fernando era una situación desconocida. Normalmente eran ellas las que lo seducían a él. Dedicaron unos minutos a los temas habituales en aquellas fechas. No, Lucía no iba a hacer nada especial durante las navidades. A parte de su madre, a quien había cuidado los últimos veinte años, no tenía otra familia ni amigos especiales. Fernando pensó que lo de su madre podía ser una dificultad añadida, pero cuando Lucía le contó que había fallecido hacía un mes, se sintió como el más ruin de los hombres. Nadie en la oficina se lo había dicho, quizás ni siquiera lo sabían. Poco a poco, un tema llevó a otro, y a pesar de que el tiempo se agotaba, Fernando disfrutaba, como nunca lo había hecho de hablar con una mujer. Para Lucía también debía ser placentero, porque pasó la hora de la comida, y de la merienda, y se acercaba la de la cena de un día tan especial sin dar muestras de querer finalizar la conversación. Desnudó su corazón ante aquel joven que podía ser su hijo como no lo había hecho con nadie. Le habló de las ilusiones de su juventud, de aquel novio que la abandonó en el altar, de la larga enfermedad de su madre, y Fernando no la interrumpió ni un solo momento. Cuando lo hizo, fue para hablarle a su vez de proyectos, viajes que deseaba hacer, de cosas que no había compartido con nadie.
—Dios mío, qué tarde es —dijo Lucía—. Supongo que deberías marcharte. No quisiera que llegaras tarde por mi culpa.
—Ahora mismo no quisiera estar en ningún otro lugar —dijo Fernando apesadumbrado.
Eran casi las diez. Desde hacía rato había decidido que no la seduciría, sin importar lo que le pasara. Solo lamentaba no disponer de más tiempo para conocerla mejor. Lucía lo acompañó a la salida, y al darle la mano, movida por un impulso, lo besó en la mejilla. Fernando no podía irse sin contarle la verdad, aunque lo tomara por loco o algo peor.
—Hoy me he caído de un tejado, vestido solo con un gorro de Santa Claus, huyendo de un marido furioso que me sorprendió con su mujer en la cama. Mientras estaba inconsciente, el diablo se me apareció, y me dijo que había muerto. Se ofreció a salvarme la vida si te seducía. Tenía que hacerte creer que estaba enamorado de ti, y acostarme contigo antes de la media noche. No puedo hacerlo, y supongo que LuciFer cumplirá su amenaza. No me importa. No pretendo que me creas, hasta a mí empieza a parecerme una alucinación, pero antes de irme para siempre quiero decirte que he pasado una tarde maravillosa a tu lado.
Lucía lo había escuchado con una creciente sonrisa. Le dijo que no necesitaba inventar una historia tan increíble para llevársela a la cama. Le gustaba desde el primer día que llegó a la oficina, pero pensaba que no le interesaría una vieja como ella.
—Ahora —dijo tomándolo de la mano y conduciéndolo al dormitorio—, creo que es mi obligación salvarte la vida. Además, he sido una niña muy buena y me merezco mi regalo. Solo lamento no tener un traje de Santa Claus.
No salieron a la calle hasta el día de nochevieja.
Por supuesto, Fernando no murió. Me ofende que podáis siquiera pensarlo. ¿Me tomáis por un desalmado? Lo siento, no he podido resistirme al chiste fácil. Al menos no esa noche, ni la siguiente. Fue fácil resolver el problemilla de su pequeño derrame cerebral, indetectable en ese momento, pero que debía resangrar y matarlo a la medianoche. Él y Lucía vivieron muchos años juntos, disfrutaron muchas Navidades y fueron razonablemente felices, lo cual es todo un éxito dada la naturaleza voluble de los apetitos humanos. La familia creció cuando adoptaron a su primera hija en un país africano. Luego vendrían más. A la negrita, perdonad que me salte la corrección política al fin y al cabo mi edad me otorga ciertos privilegios, la llamaron Lucía Fernanda. Tal vez me haya vuelto sentimental con el paso de los milenios, pero quiero pensar que ese nombre esconde un homenaje para conmigo. ¿Lo habéis descubierto? Al fin y al cabo, de no ser por mí nunca habrían intimado. Y no me refiero solo a los mensajes en el móvil de su jefe. Ahora me despido, ya está bien de sensiblería. ¿Puedo saber a qué diablos estáis esperando? Otra vez el chiste fácil, qué le vamos a hacer, la eternidad puede resultar a veces tan aburrida. ¿Cómo, seguís ahí? Si esperáis que os desee feliz navidad, es que no me conocéis.
“Santa baby, slip a sable under the tree, for me
I’ve been an awful good girl, Santa baby
So hurry down the chimney tonight
Think of all the fun I’ve missed
Think of all the boys I haven’t kissed
Next year I could be just as good
If you check off my Christmas list”[2]
Fin de
Santa baby
[1] Santa baby: es una canción navideña escrita en 1953, y cantada originalmente por Eartha Kitt. En clave de humor, simula ser una carta real a Santa Claus en la que una mujer pide regalos extravagantes, como abrigos de piel, yates y diamantes de Tiffany’s.
[2] Santa cariño, desliza un abrigo de piel bajo el árbol para mí/ he sido una buena chica, Santa cariño/ Así que deslízate por la chimenea esta noche/ Piensa en toda la diversión que he perdido/ piensa en todos los chicos que no he besado/ El próximo año podría ser igual de buena/ Si me traes todo lo que te pido.