Jingle Bell Rock

Este es el segundo relato de la saga Crónicas del Grinch. Mi intención es que todos ronden las mil palabras. Un ejecutivo agresivo llega la tarde de Nochebuena a un pueblo perdido más allá del muro de Adriano. Desprecia la Navidad y lo que representa, y cree tenerlo todo bajo control, aunque tal vez no esté tan lejos de su Galicia natal como le gustaría pensar.

La Navidad es solo una ventana de oportunidad en mi trabajo. Me encargo de operaciones que nadie más acepta. El caso es que me gusta el jolgorio de estas fechas como al que más  y me divierte horrores el espectáculo de hipocresía y buenismo que lo inunda todo. Incluso cambio mi tono de llamada del móvil por uno navideño. Este año he puesto Jingle bells rock de Bobby Helms.

La globalización es maravillosa. Hace que un  gallego como yo conduzca por la izquierda por una carretera de mala muerte en dirección a un pueblo perdido entre Inglaterra y Escocia en la tarde de nochebuena.  Mi mayor preocupación es esquivar a las ovejas que se materializan ante mi coche. No entiendo que los romanos levantaran la muralla de Adriano; ningún picto con falda a cuadros habría logrado encontrar la punta de su nariz en medio de esta niebla, mucho menos el camino hacia Londinum.

Las Iron hills, unas colinas tan ricas en hierro que interfieren el funcionamiento de los teléfonos móviles, son las responsables de que me encuentre aquí. Trabajo en el departamento comercial de una empresa de antenas de telefonía. Mi enlace en Londres insistió en concertar la reunión pasadas las fiestas; llegó a ponerse muy pesado con eso. No soy ningún novato y no me espera ninguna cena de nochebuena ni comida de navidad. Sé por experiencia que en un momento como este será más fácil alcanzar un acuerdo con los lugareños, que estarán deseando acudir a sus celebraciones familiares. A pesar de que que mi enlace es oriundo de esta zona no consintió en acompañarme, hasta parecía asustado por el viaje. Peor para él, la gloria del acuerdo será toda mía.

¿Qué probabilidades hay de que un todoterreno Toyota nuevo de alta gama se estropee en medio de este mar de niebla espesa como puré de guisantes? Premio, el maldito móvil no funciona. Debo estar muy cerca. Parece que el viejo Santa me protege porque eso que sale de la niebla no es una oveja. El lugareño, al que parezco haberle dado una alegría, resulta ser el dueño del único taller en millas a la redonda. El hombre me suelta una perorata contra los productos extranjeros y acaba diciéndome que es un microchip. Luego remolcamos el toyota hasta el pueblo. Le saco la promesa de que estará listo antes de las seis. Quedan dos horas, más que suficiente para resolver el asunto con estos patanes.

La única vez que conseguí hablar con el alcalde de este poblacho me sorprendió lo fácil que fue concertar la reunión, para que luego vengan con esas chorradas del amor a las tradiciones y al terruño. Conozco a los de su especie, en mi Galicia natal pasaba lo mismo: su rechazo al progreso se derretía como un muñeco de nieve en verano ante un buen fajo de billetes. Así que aquí estamos todos, en este pub sacado de una película antigua, con los propietarios de los terrenos candidatos a albergar nuestra antena. Suelo concederles unos minutos para que hablen entre ellos y así pillarlos desprevenidos cuando les hago mi oferta, pero estos palurdos no abren la boca y aferran sus pintas de cerveza como náufragos. No me gusta, ni tampoco lo que falta en sus rostros: avaricia. Tal vez esté más cansado de lo que creo o ellos tengan mucha prisa en regresar a sus casas para la cena de nochebuena. En fin, mejor para mí. Empezamos.

No se cuantas cervezas llevo. Me cae bien esta gente. Con ese don de los británicos han puesto música a mi discurso y ahora no paran de cantar que saldrán de la edad de piedra gracias a nuestras antenas. Cada vez que intento que firmen los contratos sirven otra ronda. Dios, ¿es que nunca se van a ir a sus casas?  De repente todos han callado. La expresión de horror de sus rostros me quita el efecto del alcohol de golpe y me doy cuenta de que mi móvil está sonando: «Jingle bell, jingle bell, jingle bell rock…»

Es mi padre. Solo oigo ruido de estática y la llamada se corta.  No hablamos desde hace años. Maldita cobertura. ¿Por qué me están mirando? El alcalde dice muy serio: «Es la hora». Todos se levantan y se dirigen a la calle. No había visto al mecánico o lo que sea hasta ahora. Me mira con expresión de lástima. «Debe salir. Lo siento». Sé que tiene razón.

La calle está desierta. Mi reloj está parado a las ocho de la tarde. Las estrellas relucen en un cielo sin nubes. Suena una melodía tenue.  Intento llamar a mi padre; es inútil. Un terror creciente me lleva a golpear las puertas de las casas. Están cerradas, a oscuras. Nadie responde. Hace mucho frío. Si consigo llegar al taller tal vez el coche esté reparado. Tal vez. Una resignación helada me atenaza y me siento en un porche. Hay una luz en el firmamento. No me engaña que tenga un traje rojo en llamas y que monte un trineo tirado por renos fantasmas. Veo a la comitiva de almas atormentadas que le sigue. No conozco cómo la llamarán por estas tierras, pero sé cómo la llaman en mi lejana Galicia.

Y sé que viene a por mí, del mismo modo que sé que no puedo escapar.

Ahora la música suena más alto:

«What a bright time, it’s the right time

To rock the night away» [1]

[1] Jingle Bell Rock es una popular canción navideña en Estados Unidos. Fue cantada por primera vez por Bobby Helms en 1957. Mi primer recuerdo de ella es al comienzo de la película Arma letal I con Mel Gibson y Danny Glover.

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