Aquí llega la tercera entrega de Crónicas del Grinch. John es hijo de una antigua e influyente familia de Nueva Inglaterra, pero no mantiene una buena relación y hace tiempo que no los visita. Para reconciliarse, y de paso solucionar unos asuntos, este año ha decidido asistir a la comida del día de Navidad con su novia Catherine. Promete ser una comida extraordinaria.
John había intentado no recurrir a su familia y en las dos ocasiones que lo había hecho, se había tragado su orgullo y sus escrúpulos para nada. «Dios sabe que lo he intentado, pero ahora no se trata solo de mí», se repetía. Como catedrático más joven de la universidad de Harvard tenía un futuro prometedor, pero las envidias de sus colegas, estaba seguro, le estaban privando de las ayudas económicas para sus proyectos. Esto no podía seguir así, sus investigaciones sobre Shakespeare estaban a punto de dar fruto y su valía sería por fin reconocida. Así que llamó a su madre.
—John, querido, hacía mucho tiempo que no sabíamos nada de ti. Por supuesto que podéis venir tú y la encantadora Catherine para Navidad. Lo importante es que la quieras de verdad, no como las otras veces. No se puede jugar con las tradiciones.
Lo sabía, lo sabía muy bien. La idea de presentar a Cathy a su familia le repugnaba. Nunca había amado a nadie así, pero en la universidad le estaban marginando, otros peores que él se llevaban el reconocimiento y el dinero. Había que hacer sacrificios.
Era un típico invierno de Nueva Inglaterra, con la nieve cubriéndolo todo, y en cualquier otra circunstancia John habría disfrutado del viaje hasta la mansión de sus padres. Pero no esta vez, no con Cathy a su lado ilusionada como una niña. Sus grititos de alegría se le clavaban el corazón. Nunca pensó que le haría esto a ella; confiaba en que no le resultara doloroso, le debía al menos eso.
Su madre y su abuela salieron a recibirlos y se deshicieron en halagos con Catherine.
—Querida Cathy, ¿puedo llamarte así? No sabes lo contentos que estamos de tener de nuevo a Johnny con nosotros, y sabemos que te lo debemos a ti. Os mostraremos vuestras habitaciones y podréis descansar antes de la cena. Mañana será la mejor comida de Navidad que hemos tenido en mucho tiempo.
John no podía soportar aquella hipocresía ni un minuto más, se excusó y fue a buscar a su padre a la biblioteca. También era un especialista en literatura inglesa del siglo XVI y se le consideraba el mayor experto en el tema. John tuvo que aguantar durante media hora la mil veces escuchada perorata de su padre sobre la importancia de las tradiciones, aun cuando no las comprendiéramos del todo o incluso pudieran parecernos propias de salvajes. Le felicitó por haber vuelto a casa con los suyos.
—Sabemos que la universidad no está siendo justa con tus méritos y aptitudes. Por supuesto, eso cambiará. Va a ser una magnífica comida de Navidad. Han venido todos, incluso la bisabuela Margaret desde Connecticut, que no quiso perdérselo cuando supo que vendrías tú, y Elisabeth con los trillizos desde Melbourne.
John reprimió un escalofrío al evocar la imagen de sus sobrinos con aquellas dentaduras perfectas y su voracidad en la mesa.
La cena resultó perfecta. Cathy estaba radiante, feliz, tan llena de vida; John agradeció poder guardar en la memoria esa imagen de ella. Aquella noche hicieron el amor como nunca lo habían hecho y John le dijo que la amaba más que a nada. Cuando despertó acababan de dar las doce y ella dormía plácidamente a su lado. La contempló durante unos minutos y luego salió al pasillo.
Todos estaban allí. Vestían batas y albornoces, y la bisabuela Margaret incluso llevaba rulos en la cabeza. A la luz de las velas sus rostros tenían algo fantasmagórico que no conseguía ocultar lo salvaje que titilaba en sus ojos.
—No despertara, ¿verdad? —murmuró John dirigiéndose a su madre.
—Claro que no. Le he administrado una dosis extra. No te preocupes, sabemos que a esta si la quieres de verdad. Hijo querido, no estuvo bien que intentaras engañarnos con las otras. Nada bien. Ya verás como tus problemas en la universidad sí se arreglarán esta vez.
Su madre puso la mano en el pomo de la puerta y le mantuvo la mirada como aguardando. Todos le miraban. John entendía que se lo debía por la superioridad moral con que los había tratado durante años, se enjugó una lágrima y dijo:
—Es estupendo estar en casa por Navidad.