El cuarto relato de la Crónica del Grinch. Jack es un alma sensible, pero sufre la mala influencia de Lloyd. Jack ha querido siempre viajar, pintar cuadros, ser escritor, pero Lloyd dice conocerlo de verdad, y saber que nunca llegará a nada. Tal vez tenga razón. Jack acaba de conocer a una chica, y Lloyd no está de acuerdo. Yo creo que Jack tiene alma de poeta.
No se puede limpiar la nieve. No se puede limpiar la nieve. No se puede limpiar la nieve. Jack lo sabe muy bien, es solo que a veces se le olvidan cosas. Como cuando conoció a aquella chica en la Estación Central de Nueva York. Ella venía de Alabama para visitar a una amiga en la Gran Manzana. Era muy linda. Él se ofreció a llevarla a casa de su amiga y Carol, así se llamaba, aceptó. Le enseñó Central Park, cubierto de nieve resplandeciente y todo iba de maravilla hasta que se presentó Lloyd. Jack ama y odia a Lloyd. En realidad es mucho más que eso: lo necesita. Lloyd hace posible recordar los momentos. Sin él estaría perdido. Pero también es un incordio.
—Lloyd, por favor, déjame hacer las cosas a mí por una vez.
—¿Y que todo se vaya a la mierda? Vamos Jack, sabes de sobra que sin mi no serías nadie.
Jack sabe que tiene razón. Carol se fue, como las demás, y solo cuando Lloyd se lo cuenta consigue recuperar aquellos instantes de salvaje felicidad tras los arbustos. Estaba tan hermosa, rodeada de nieve roja. La nieve debería ser blanca, pero Jack sabe que no es posible limpiarla.
Hoy ha conocido a una chica especial. Lo supo nada más verla. Era menuda, con un pelo dorado que le caía en mechones sobre la nariz respingona. Tenía la cara llena de pecas, como a Jack y a Lloyd le gustan. Se la veía tan desvalida en medio de la estación central. Había perdido o le habían robado la cartera y no tenía ni idea de cómo llegar a los grandes almacenes que la habían contratado para la campaña de Navidad. Sus ojos azules hicieron que Jack sintiera cosas que había olvidado hacía mucho tiempo, antes de que Lloyd irrumpiera en su vida como un elefante en una cristalería. Nada había vuelto a ser igual. Se llamaba Megan y venía de un pueblito de Nueva Hampshire atraída por las oportunidades de una gran ciudad como Nueva York. Era adorable. En seguida confió en él y la invitó a tomar un café en un Starbuck. No paraba de hablar, tenía muchos planes y una energía que lo anonadaba. El corazón le latía con fuerza cada vez que ella le sonreía. Cuando Megan fue al baño Lloyd intentó hacerse con el control, pero Jack no le dejó. Lloyd estaba furioso.
—¿Con quién hablabas? —preguntó ella al regresar, mirando a su alrededor.
—Con nadie. Sólo un antiguo amigo, pero ya se fue.
Megan le cogió la mano y le dijo que era muy bueno con ella, que no esperaba encontrar a alguien así en la gran ciudad. Le habían prevenido contra los desconocidos, pero sentía como si conociera a Jack desde siempre. Él se ruborizó y le dijo que sentía lo mismo y que nunca dejaría que le hicieran daño.
Jack la llevó al museo de Historia Natural, y al Museo de Arte moderno. Cada vez que el sugería llevarle a algún lugar apartado, ella proponía algún museo o un espacio abierto y lleno de gente. Hubo un momento en que Jack le dijo que podían ir a los grandes almacenes en los que iba a trabajar para que se presentara al jefe de personal, pero Megan contestó que ya habría tiempo para eso, que ahora prefería disfrutar de cada instante que pasaba junto a él. La amó locamente por eso. Hablaron de tantas cosas. Jack le abrió su corazón, le contó sus sueños más secretos, los proyectos que había querido hacer desde que era niño: viajar, pintar, escribir. Lloyd había acabado con todo eso. Lloyd conocía cómo era en realidad, que no valía nada.
—Ese Lloyd me cae muy mal. No tiene razón, eres una gran persona y conseguirás lo que te propongas —le dijo Megan y luego añadió—. Siempre he querido ir a Central Park, debe ser fantástico. ¿Me llevas, por favor?
Jack sintió que se le nublaba la vista. Le gritó que no, que odiaba Central Park, que era un lugar horrible y que ella no debía ir nunca allí.
—Por favor Jack, debe ser tan bonito todo cubierto de nieve. Sería como estar en casa. Las navidades no son navidades si no son blancas. ¿Es que a ti no te gusta la nieve?
Claro que le gustaba, pero la nieve no se podía limpiar. ¿Acaso ella no lo sabía? Tanto le suplicó que Jack aceptó llevarla. Una vez allí se sentaron en un banco. Estaba atardeciendo y no se veía a nadie cerca. De repente, Megan lo beso en la mejilla y lo condujo detrás de unos arbustos. Jack sudaba y jadeaba. Ella se abrió el abrigo y se desabotonó la blusa.
—Eres tan bueno conmigo, Jack. Pero ahora quiero que seas un poco malo —dijo con una sonrisa traviesa—. Quiero agradecerte lo que estás haciendo por mí. Quiero conocer a Lloyd.
Jack se arrodilló y empezó a llorar. Había creído que ella era diferente, pero al final había resultado igual que todas, unas putas que no se merecían nada. Lloyd tenía razón, siempre la había tenido.
—¿Quieres conocer a Lloyd, putita? Pues lo vas a conocer.
Se abalanzó sobre ella y le rasgó la ropa. Echó mano a una navaja afilada que llevaba en el cinturón y en ese momento un resplandor como de mil soles amaneciendo sobre la nieve le deslumbró y una voz atronadora dijo:
—Policía de Nueva York. No se mueva o dispararemos.
Megan se liberó, le dio una patada en la entrepierna y cuando Jack-Lloyd reunió fuerzas y levantó la mirada y la vio ante él, con la ropa desgarrada, apuntándole con una pistola:
—Feliz Navidad hijo de puta. Quedas detenido acusado del asesinato de Carol Smith, Clare Morgan… —continuó recitando los nombres de las víctimas hasta un total de veinte—. Ahora suelta la navaja o alégrame el día. Tú decides.
Jack comprendía por fin. Sacudió la cabeza y se levantó agitando la mano que agarraba la navaja. Mil truenos retumbaron en la noche. Los pájaros de los árboles cercanos emprendieron el vuelo con un griterío ensordecedor.
Jack cayó al suelo y la nieve a su alrededor empezó a teñirse de rojo.