Noches blancas de hospital (Canción para la Navidad)1
Retomo, creo, el espíritu inicial de estas Crónicas del Grinch. Manuel, cirujano de prestigio, piensa pasarlo en grande esta Nochebuena, a pesar de estar de guardia en el hospital. Lo tiene todo planeado, pero a veces la vida, como la ficción, resulta sorprendente y caprichosa.
Las enfermeras más veteranas decían que Manuel había sido un residente de cirugía y un adjunto joven encantador. Con el paso de los años el carácter se le agrió y desde el divorcio, dos años atrás, se había convertido en un auténtico cabrón. Se rumoreaba que la exmujer había conseguido la tutela exclusiva de los niños y que por eso Manuel hacía siempre guardia los días señalados de las Navidades; no le esperaba nadie en casa. Puede que fuera cierto, pero habría pagado por hacer esas guardias: disfrutaba atormentando al desafortunado residente bajo su mando. Si algún incauto estudiante de medicina pasaba parte de la noche con ellos, Manuel consideraba que le había tocado la lotería. Para este año tenía preparado algo especial.
Alberto trabajaba como celador desde hacía veinte años, y tenía asumido que le tocarían muchos festivos de Navidad a lo largo de su vida laboral, pero coincidir con Manuel le revolvía las tripas. Especialmente aquella Nochebuena. Se encontró en el parking con el cirujano y le suplicó que no contara con él.
—¿De repente tienes escrúpulos, Alberto? Si los hubieras tenido cuando robaste aquellas petidinas2 no estarías aquí.
Alberto apretó los dientes; tenía una familia que mantener. Dos años atrás pasó apuros económicos y cometió una equivocación. Manuel lo había sorprendido y conservaba pruebas de ello. Cabizbajo, repasó su papel con el cirujano.
El reemplazo nocturno llegaba más temprano para que el turno de tarde estuviera antes en casa para la cena de nochebuena. Entre risas y bromas comentaban con profesionalidad los pacientes. Amalia, una enfermera veterana, siempre decía que en casa tendría que trabajar más; prefería mil veces una guardia mala.
—Ana, cariño. ¿No le tocaba a Antonio? —preguntó a una chica delgada que intentaba disimular unas terribles ojeras bajo el maquillaje.
—Le cambié la noche —dijo por toda respuesta.
Amalia la había tomado bajo su tutela, primero como estudiante y luego como enfermera. Recordaba muy bien su alegría, lo mucho que disfrutaba con la atención al paciente. Desde hacía dos años había envejecido como si llevara una vida trabajando. Nunca sonreía. Los cotilleos del hospital le adjudicaban una aventura con Manuel, pero hacía mucho tiempo que Ana no le contaba nada.
Ricardo era un brillante residente de cirugía, además de atractivo. Sus padres, unos humildes campesinos, se habían sacrificado para que pudiera estudiar medicina en la gran ciudad. Manuel la emprendió con él nada más llegar al hospital, y en los últimos dos años había convertido su vida en un infierno. Este año le tocaba Nochebuena. Entró en el control de enfermería para saludar. Además de Amalia y Ana, dos auxiliares y Alberto el celador completaban el equipo.
—¿Ha asomado la cabeza el jefe? —preguntó Ricardo guardando en el frigorífico el marisco que le habían encargado.
—No se ha dignado aparecer.
—Me voy a hacer la ronda a mis pacientes —dijo Ana que no había apartado la vista de su infusión en todo el tiempo.
—¿No venía también Pedro? —preguntó Ricardo.
—¿Ese estudiante? No aparece por la planta desde hace dos días —dijo el celador—. Es un tipo raro. Me marcho a Urgencias a llevar a un paciente a Radiología.
—Voy a dar una vuelta —dijo Ricardo—. Si aparece Pedro avisame por el buscapersonas.
Amalia también salió a hacer su ronda. Cuando regresó al control, una hora después, le extrañó que no hubiera nadie preparando la cena. Salió al pasillo y le pareció ver a Pedro entrando en una habitación. Decidió pedirle que la ayudara.
Ricardo y Ana se abrazaron nada más verse. Ella temblaba como una hoja.
—Querido, no podemos seguir adelante. No quiero que también arruine tu vida.
—Pero ya lo está haciendo. Llevo dos meses sin pisar el quirófano. Me tiene confinado curando granos en Urgencias. El jefe de servicio le protege y no actuará contra él. Mientras Manuel esté vivo no hay esperanza para nosotros. Nunca te entregará las grabaciones.
Ana lloró desesperada. Manuel la había seducido y cuando descubrió como era en realidad y quiso romper, el cirujano la amenazó con subir a internet unos vídeos comprometedores de ella. Su padre padecía una grave enfermedad cardíaca y aquello podría serle fatal. Manuel llevaba dos años chantajeándola. Incluso había pensado en suicidarse.
—Todo saldrá bien. Cuando esté dormido le inyectaré una mezcla de potasio Parecerá un infarto.
En ese momento le sonó el busca. Era Manuel que le llamaba desde el depósito; quería que viera algo y que trajera al estudiante con él. Ana desconfiaba.
—Tengo que ir. Menos mal que Pedro no ha venido.
Ana lo acompañó. De camino al depósito Ricardo recibió un mensaje de un amigo que estaba de guardia en el servicio de ambulancias: «Hemos asistido a una viejita que asegura que un vecino la ha mordido. En la calle Atalanta. Es donde vive ese estudiante de quinto curso, ¿verdad? La gente está muy mal. Buena guardia». Cuando llegaron a la morgue encontraron a Manuel en medio de un charco de sangre. De repente, Alberto, el celador, surgió de un rincón con andares torpes y vacilantes. Llevaba la bata ensangrentada y unos restos informes le colgaban de la boca. Sus ojos miraban sin ver. Se abalanzó sobre Ana e intentó morderla. Ella le dio un fuerte empujón y el celador cayó al suelo, se golpeó la cabeza con un taburete y quedó inmóvil. Ricardo le comprobó el pulso y empezó a darle masaje cardíaco.
Escucharon una carcajada a su espalda. Manuel estaba de pie y disfrutaba de lo lindo.
—Quería gastarte una broma, pero esto es mucho mejor. Lo habéis matado. Estáis acabados, los dos.
—Ayúdame, podemos salvarle —imploró Ricardo.
—A mí me vale así. Ahora discúlpame, tengo que llamar a la policía. Tu zorrita puede ayudarte, ¿verdad, Ana?
Manuel abrió la puerta; el pasillo estaba atestado de pacientes. Intentó volver a entrar pero Pedro apareció a su lado y le arrancó la yugular de un mordisco. Los demás se abalanzaron sobre el cirujano y empezaron a devorarlo.
Ana echó el pestillo y apuntaló la puerta con un taburete. Ricardo, en shock, balbuceaba:
—Esto no puede estar pasando, tiene que ser una broma.
Se oyó un alboroto en el exterior y luego a Amalia que les gritaba que salieran. Cuando abrieron vieron a la enfermera con un extintor en la mano y una masa de cuerpos en el suelo que resbalaban una y otra vez.
—Todo el hospital está igual. Vengo de Pediatría y ha sido horrible. Tal vez podamos salir por Urgencias.
El acceso a las escaleras estaba bloqueado por una multitud con un solo anhelo: morder, desgarrar, devorar. Retrocedieron hasta los ascensores. El indicador luminoso desgranaba los números de los pisos con exasperante lentitud. Estaban rodeados y el ascensor no llegaba.
—Cariño, estoy orgullosa de ti. Serás una gran enfermera —dijo Amalia y abrazó a Ana que no entendía nada. Luego echó a correr en un intento de llevarse a aquellos seres lejos, pero no logró superar la barrera de brazos y dientes. Las puertas del ascensor se abrieron y el hilo musical les golpeó como una burla:
Noches blancas de hospital
Dejad el llanto esta noche
(…)
Ana arrastró a Ricardo al interior del ascensor sin mirar atrás. Tenían que continuar, sobrevivir de algún modo. Mientras las puertas se cerraban aquella turba de pesadilla se disputaba los últimos restos de la enfermera veterana.