Es tiempo de Navidad (Crónicas del Grinch II, 6)

toy soldier royal guard

(It’s Christmas time[1]/ In the army now[2])

La Navidad es  una época de consumismo exacerbado y ostentación. Pero quiero pensar que no es solo eso.  Llamadme ingenuo, pero yo la veo como el momento para la buena voluntad, la compasión y la celebración familiar.  ¿No podría ser también, un tiempo para la libertad?

Los Guardianes de la Mesura no entraban en el campus de la Complutense desde los disturbios del Jolgorio del Exceso de hacía diez años. El Timonel[3] de la Meseta los había hecho desfilar por Madrid, que no hollaban desde el sangriento advenimiento de la República de la Equidad, como una demostración de fuerza destinada a poner fin a la revuelta. Pero en respuesta, los estudiantes levantaron barricadas y las redes sociales clandestinas ardieron con llamamientos a la resistencia.

Juan llevaba casi ese mismo tiempo fuera de España. Tras utilizar su conversión con fines propagandísticos, la república lo envió al frente europeo y allí había permanecido hasta ahora. A pesar de su reputación de general victorioso, se había resignado a que sus pecados de juventud nunca serían perdonados y, de repente, el Consejo de la Equidad Suprema lo mandaba llamar para sofocar la protesta. Creía reunir méritos más que suficientes para merecer tal confianza, pero no se engañaba. Una vez más, querían utilizarlo como propaganda. Juan había sido el líder de los estudiantes diez años atrás, y tras su exitosa reeducación, se convirtió en el mayor de los villanos para los mismos que lo habían seguido. El gobierno de la república esperaba así desinflar la protesta. No importaba el motivo, por fin había regresado al Madrid que tanto añoraba y les demostraría a todos que los principios de la equidad estaban firmemente asentados en él.

A pesar de su determinación, añoraba la sencillez de la vida en el frente. Luchar contra enemigos resueltos a morir antes que ser liberados de sus caducas costumbres, resultaba más noble que masacrar civiles desarmados. Había algo más, con lo que no había contado. A medida que los escenarios de su juventud lo rodeaban de nuevo, una sensación que tardó en reconocer como añoranza crecía en su interior. El invierno era inusualmente cálido, y faltaba la nieve para completar el viaje al pasado, pero los recuerdos lo asaltaron sin piedad. La cuesta de los catedráticos que había recorrido tantas veces camino de sus prácticas en el hospital; la escalinata en la que aguardó la nota de su primer examen de Anatomía; la farola bajo la que besó por primera vez a su gran amor, en la última fiesta antes de la revuelta de hacía diez años. Era bastante mayor que él, trabajaba de profesor adjunto, estaba casado y tenía una hija de diez años. Después de la fiesta se fueron a vivir juntos. Se llamaba Miguel, y cuando lo despidieron, Juan descubrió que el respeto de la joven república por las diferentes formas de sexualidad de los ciudadanos era una farsa, sobre todo si se acompañaba de la disidencia política.

La facultad de medicina nunca había sido reconstruida, como escarmiento para las generaciones futuras, aunque sin resultado. Sobre sus ruinas ondeaba una pancarta roja y verde, con letras doradas y figuras de renos. Aquí y allá luces de colores parpadeaban por entre las ramas de los árboles. Juan sonrió, los estudiantes habían hecho sus deberes. Teniendo en cuenta los pocos archivos que no habían sido destruidos, el resultado era más que notable, aunque no tanto como cuando él y sus compañeros adornaron la universidad. Claro que ellos habían sido testigos de la celebración que reivindicaban, no como los jóvenes de ahora, veinticinco años después de la instauración de la República de la Equidad y de la prohibición absoluta del Jolgorio del Exceso, como había pasado a llamarse aquella caduca ceremonia de la desigualdad y el consumo.

De repente, desde altavoces escondidos, una música festiva inundó el ambiente. El general curtido en mil batallas sonrió como un niño. Aquellas grabaciones de aficionados, patéticas y entrañables al mismo tiempo, lo trasladaron a su infancia. Incluso le pareció oler el aroma a jengibre y canela de los dulces de su madre, prohibidos desde hacía veinticinco años. Pero no eran imaginaciones suyas. Delante de la barricada que bloqueaba el paso entre dos edificios, una joven con un gorro rojo y los pechos al aire ofrecía pastelillos a los guardianes. Algunos de ellos, desconcertados, alzaban las protecciones de los cascos y probaban aquella fruta prohibida. Juan, fascinado, desoyó las advertencias de su segundo en el mando, abandonó la tanqueta y se acercó a la estudiante. La guardia de élite estableció un perímetro de seguridad, y tomó al asalto la barricada, solo para encontrarla desierta. Cuando el general llegó a su altura, la chica le lanzó los pastelillos a la cara y echó a correr.

La onda expansiva hizo algo más que romperle los tímpanos, fracturarle huesos y arrojarlo por los aires. El tejido mismo de la realidad se rasgó, y Juan se vio engullido a través de esa rasgadura hasta aparecer en el mismo lugar, pero diez años atrás. A su alrededor, los guardianes de la equidad descolgaban pancartas, silenciaban altavoces y arrasaban las barricadas en medio del retumbar ensordecedor de los disparos y las explosiones. Los estudiantes, se rindieran o salieran huyendo, caían abatidos por doquier. Juan sabía que entonces, como ahora, las órdenes eran hacer un escarmiento ejemplar. No sería hasta mucho más tarde que la reeducación le convencería de que aquellas muertes y las que sobrevinieron, eran culpa suya. En aquel momento el sentido de la injusticia y el ansia de libertad lo hacían correr de un grupo a otro de compañeros, exhortándolos a resistir y morir con una sonrisa.

—Debes salvarte. Eres el líder que necesitamos —jadeó Miguel a su lado.

Juan, con un pie en el hoy y otro en el ayer, sintió como una alegría arrolladora lo abrasaba por dentro. Era su Miguel, estaba a su lado y lo miraba con aquellos maravillosos ojos azules. Pero el fuego se extinguió y el gusto amargo de las cenizas le recordó que Miguel llevaba diez años muerto, que de hecho estaba a punto de ser asesinado. Juan se vio a sí mismo diciéndole a su amor que no huiría, que nunca lo abandonaría. Luego las imágenes se aceleraron, un pelotón de guardianes los atrapó, y el oficial al mando le voló la cabeza a Miguel ante sus ojos. Le dijo que las órdenes especificaban que se capturara con vida al líder de los estudiantes, a nadie más.

Cuando despertó, la pierna y el brazo izquierdos le dolían casi tanto como los recuerdos que había sacado a la luz la explosión.  A la luz de las linternas pudo ver que se encontraba en una sala sin ventanas, de azulejos blancos y con grandes casilleros de puertas metálicas en las paredes. Un grupo de jóvenes cuchicheaba a poca distancia. La chica de los pastelillos, ahora vestida, lo miraba con odio acuclillada junto a él.

—Espero que traerme al anatómico forense no signifique lo que parece —dijo Juan    en voz alta.

—¿Por qué le has dicho dónde estamos, Elena? —protestó uno de los estudiantes y enseguida se tapó la boca con la mano.

—Elena no me ha dicho nada. Cuando estudiaba medicina pasé muchas horas aquí. No sabía que siguiera en pie. Y tu, no me mires asi. Tienes los mismos ojos azules que tu padre.

—Yo también sé quien eres tú —dijo Elena—. Mi padre me hablo de ti cuando era niña. Te admiraba mucho y quería que nos conociéramos. Siempre me he preguntado cómo se puede seguir viviendo después de traicionar a tus compañeros y a la persona que te amaba.

Juan podría haberle contestado que después de que te rompan el alma es como si ya estuvieses muerto, pero guardó silencio. El grupo de estudiantes discutía sobre lo que harían con él. La mayoría era partidaria de matarlo, y no se lo recriminaba. Unos pocos defendían que el Consejo de la Equidad Suprema no tendría más remedio que negociar si quería recuperar con vida a su general más laureado.

—Sois unos ingenuos si pensáis que al Consejo le importo una mierda. Os hará creer que accede, propondrá una reunión y nos matará a todos. ¿Tenéis algo parecido a un jefe, un delegado de curso o algo así, para hablar con él?

Los otros dirigieron unas miradas expresivas a Elena. Así que además de atractiva era inteligente, pensó Juan.

—Eres un carnicero y un lacayo del Consejo. ¿Por qué tendría siquiera que escucharte? —dijo ella, con una mueca traviesa que desmentía su tono displicente.

—Hace veinticinco años el partido de la Equidad se hizo con el poder. En aras de una pretendida igualdad entre las personas, y de una vida sin despilfarro, prohibieron la celebración de la Navidad. La llamaban el Jolgorio del Exceso, por la ostentación y el consumismo. El resultado ya lo conocéis. La República de la Equidad devino en seguida una dictadura despiadada, en la que se castigaba cualquier disidencia frente a lo políticamente correcto. Y ese ideal de equidad y mesura se intenta imponer también al resto del mundo desde entonces. Lo sé muy bien. Hace diez años dijimos basta, nos rebelamos y fracasamos. No pido vuestro perdón, yo mismo nunca podré perdonarme.  Pero me necesitáis. Juntos podremos derrotarlos. Ninguno de vosotros ha presenciado una auténtica Navidad. Yo sí.

—Este tío nos toma por tontos. ¿Pretende en serio que le creamos? —dijo uno de los estudiantes, pero la risa se le congeló en la garganta al ver la forma en que Elena miraba al general.

—Y cómo piensas ayudarnos, si puede saberse —dijo la hija de su añorado Miguel.

—Conozco todas las tácticas y estrategias del Consejo de la Equidad Suprema, además de mi experiencia militar.  Ahora, si no te importa, tal vez podríamos hacer algo con mis huesos rotos. Pero lo primero es enseñaros una cosa.  ¿Alguien tiene un espray de pintura?

Saltó sobre la pierna sana hasta la pared y empezó a pintar.

—Esta mañana vi una frase que se repetía en muchos muros de la universidad. Por favor, nunca dijimos “Saludable Navidad”. Lo que nos deseábamos unos a otros era esto.

En la pared podía leerse, escrito con trazos goteantes, “Feliz Navidad”.

—También recuerdo una canción que podría venirnos muy bien. De hecho, dos canciones. Pero pongámonos a trabajar. Por si no os habíais dado cuenta, es tiempo de Navidad y estáis en el ejército ahora.

“It’s Christmas time, it’s Christmas time

Stand up stand up and raise a glass of wine

And you let yourself go underneath the mistletoe

Well it’s Christmas time

It’s Christmas time

Wake up wake up and find the snow outside

And your presents will be underneath the Christmas tree with me”.[4]

✻   ✻   ✻   ✻   ✻

“Shots ring out in the dead of night

The sergeant calls : «Stand up and fight!»

You’re in the army now

Oh, oh you’re in the army, now”.[5]

Fin de

Es tiempo de Navidad[6]

[1] It’s Christmas time: Es tiempo de Navidad. Título de una canción del grupo de rock británico Status Quo.

[2] In the army now: Estás en el ejército ahora. Otra canción del grupo Status Quo. No es navideña, pero acudió a mi mente en cuanto me puse a escribir el relato. Creo que más adelante se entenderá porqué.

[3] Timonel de la meseta: parodia del título de Mao Zedong, dirigente de la República Popular China durante más de treinta años, y que tantos millones de muertes causó.

[4] It’s Christmas time: Es tiempo de Navidad, es tiempo de Navidad/ ponte en pie y alza una copa de vino/ y déjate llevar bajo el muérdago/ bien, es tiempo de Navidad/ es tiempo de Navidad/ despierta y descubre que ha nevado/ y que tus regalos están conmigo bajo el árbol de Navidad.

[5] You’re in the army: Los disparos resuenan en la negrura de la noche/ el sargento arenga: mantente en pie y lucha/ ahora estás en el ejército/ oh, sí, ahora estás en el ejército.

[6] La Navidad fue prohibida en Inglaterra de 1647 a 1660, durante la dictadura de Oliver Cromwell, lo cual provocó importantes revueltas populares. Y también en Boston entre 1659 y 1681. En USA sólo a partir de 1870 se declaró día festivo.

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